La Paz, 6 de febrero de 2040
Mi querida ahijada:
Te escribo en este antiguo formato que
al final es el único que sobrevivió seguro después de los cataclismos que
vivimos los humanos en la década de los veinte de este siglo perverso.
Me preguntas si es verdad que una vez
hubo un Lago Poopó cerca de Oruro y te adjunto unas fotos de aquel espejo que
comenzó a secarse en una etapa de nuestra historia que quiso llamarse “proceso
de cambio” y que terminó con estas aguas y con los parques nacionales y
reservas forestales.
Es evidente que en esos años se abrió un
museo donde ahora encontraste ladrillos rotos, ventanas sin vidrios y salas
cubiertas por el polvo y por el olvido. Fue un vano esfuerzo que nos costó a
los contribuyentes unos siete millones de dólares equivalentes a 20 millones
actuales.
Para que te des una idea, el costo anual
destinado a mantener ese repositorio el 2017 era de un millón de bolivianos,
para una sola construcción en un pueblo de medio millar de habitantes, casi
perdido en el páramo, por donde no pasaban ni los arrieros ni siquiera los
cochecitos sin motor.
Esa misma cifra recibía el centro
cultural plurinacional en Santa Cruz de la Sierra para atender a una ciudad de
dos millones de habitantes y un departamento. Recuerdo a su director intentando
ser un mago para estira el dinero y cubrir al menos unas cuantas muestras.
Ninguna actividad cultural en el país,
como los festivales de teatro, los festivales de música barroca en la
Chiquitania, los festivales de jazz que duraban semanas, los encuentros de
cine, recibieron tantos millones como los que trabajaron en ese museo bautizado
como “Museo de la Revolución Democrática y Cultural”. Ya para entonces no había
un peso para los otrora famosos festivales culturales internacionales de Sucre
y de Potosí, tan cotizados en los años noventa del siglo pasado.
Imagínate que inventaron salas,
cafeterías, bibliotecas, vitrinas para repetir un solo nombre como un eco
permanente, cuando se negaron recursos suficientes al obrero David Villanueva
que tantos años luchó para tener un museo en el Sumaj Orko de Potosí, en esas
entrañas que significaron sangre, sudor y muchísimas lágrimas. Ahí quedaron
algunos objetos que él y el sindicato recolectaron para memorizar a los mineros
y a los dineros que mantuvieron por siglos a esta patria.
Más allá está Pulacayo. Sus habitantes
dieron donativos y objetos para hacer un museo en la frontera y mostrar la
grandeza de esa mina que fue de la empresa Huanchaca y lugar de la firma
de la famosa tesis que consagró la lucha de los proletarios. Pero el Ministerio
de Cultura contestó que no tenía fondos. Por algunos años, por el esfuerzo de
algunos profesores de historia llegaron delegaciones de estudiantes, pero
pronto todo fue inútil.
Ni siquiera sobrevivió el museo casa de
Simón Patiño en Uncía, a pesar de otros muchos esfuerzos particulares. Quizá
hubiese sido interesante completar la historia de las minas en Oruro con ese
gasto que aplicaron en Orinoca sólo para la vanidad de un hombre.
Muchos de los objetos que trataban de
mostrar como parte de la historia de los vencidos, la historia de los
originarios, ya estaban en el Museo de Etnografía y hace muchos años que una
mujer, Julia Elena Fortún y otras más rescataron tejidos, vestimentas y auspiciaron
festivales como el de Compi, nombre que ya tú ni conoces porque está también en
el olvido. Festivales de música autóctona no quedó ningún.
Pobres ilusos o pobres diablos que
querían hacer creer que la gente llegaría en tropeles para ver unas camisetas
de futbol sudadas y una gigantografía con un jugador que en realidad nunca jugó
en un equipo ganador. Famoso no por goleador sino por golpear a quien sin
querer lo fauleó.
En los primeros meses intentaron obligar
a los estudiantes a tragarse horas de polvo y frío para llegar a la supuesta
cumbre del antirracismo y del anticolonialismo. No hubo que esperar un cambio
de gobierno para ver el estropicio. Como era de esperar, ni los costosos
materiales resistieron el silencio y la indiferencia de los turistas que aman
la aventura y no las copas del campeonato en Irvirgarzama.
Pobres comunarios que creyeron que todos
los días serían como la fastuosa inauguración con autoridades, periodistas,
bailes y tragos y que sus casas se llenarían de visitantes asombrados ante el
monumento de tres módulos coloridos. Nadie les dijo del fracaso de otros
intentos, inclusive más lúcidos y completos.
Aunque quedaba al frente de Huatajata en
pleno Lago Titicaca, por donde ingresaba el 70 por ciento de los visitantes
internacionales a Bolivia, el Museo de Pariti con los últimos descubrimientos
de la cultura tiahuanacota fue poco visitado y la bella estructura financiada
por los suizos quedó para unos pocos investigadores.
Tampoco el de Sampaya, al lado de la
famosa Copacabana, aunque tenía su hotelito comunitario. Hubo peleas entre los
habitantes, acusaciones para explicar por qué nadie llegaba. Fue un intento en
2009 que quedó así, como intento, a pesar de ser tan bello lugar.
Es difícil imaginar que en medio de la
pobreza y de la mortalidad infantil elevada, el municipio de Escara regaló una
estatua del jefazo por valor de 4.000 dólares. Ay! De dónde ese dinero, de qué
plan municipal de desarrollo, qué dijo la Contraloría…
En fin. Un presidente del Banco Central
emocionado quiso compararlo con la Casa de la Moneda, con la Casa de la
Libertad, para que una fundación estatal diese dinero al perdido museo del ego.
Inútil. Todo fue en vano. Siete millones
de dólares, casi ocho, al agua, mejor dicho al bolsillo de arquitectos,
empresarios, sastres y funcionarios. Una ilusión, un espejismo.