No sé si habían pasado 30 ó 60
minutos cuando sentía que la oscuridad ahogaba mis ojos, mi garganta y mi
epidermis. Quería salirme del cine, abandonar la butaca en la sala de la Cinemateca
Boliviana. No para que me devuelvan mi entrada, para que me den un vaso de
agua, un aliento.
La sensación incómoda me recordaba
antiguos ingresos a las minas, en Potosí, en Siglo XX, en San José, en
Chorolque, en Huanuni; algunos como curiosa; otros para presentar el libro de
Juan Lechín; aquel como parte del programa en el Congreso de la Federación
Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia; el último como asistente para un
programa de la alemana Spiegel TV.
Suspiré aliviada cuando finalmente
la cámara abandona el socavón, las viviendas sombrías donde el día siempre es
noche, y se va de parranda a Coroico, donde la vegetación alivia la pobreza y
el calor recuerda que hay un sol.
Lo más impresionante en las minas
bolivianas, sobre todo las estatales, pero más aún en los recovecos de las
cooperativas, es la ausencia de la luz. Muchos obreros ingresan al alba con un
cielo aún ennegrecido y salen al atardecer con las tibias luces del campamento
encendidas. Adentro sólo las lámparas, algunas todavía mecheros para detectar
el gas grisú, van trazando huellas como en las entrañas del infierno.
Las minas privadas tienen galerías
mejor iluminadas y es posible caminar largos trechos con cierta idea del lugar,
de las estalagmitas y de las rugosidades de las piedras, donde chorrea gota a
gota el agua de copajira. En cambio, en los rincones del Cerro Rico, ahí donde
se baja por un agujero, de culo, los ojos deben acostumbrarse a las sombras, a
la eterna penumbra. Todos los días, la noche, como apuntó el fotógrafo suizo
Jean Claude Wicky (1946-2016), otro gran retratista de la realidad minera
boliviana.
Kiro Russo (La Paz, 1984), junto a
un equipo de cineastas de la nueva generación- donde destaca Pablo Paniagua-,
logra transportarnos al escenario minero con una capacidad extraordinaria. El
trabajo es fruto de años de investigación, de pruebas, de caídas y de
correcciones, hasta el logro de una historia redonda, aunque relatada con
algunos altibajos. Parecería alargada para lograr un largometraje, pero más bien
hay una intención de meternos en una realidad que “así nomás es”, rutinaria y
tensa.
MUCHOS
Y BUENOS PREMIOS
El film boliviano “Viejo Calavera”
es seguramente el más premiado de la historia del cine nacional y sigue
impactando en festivales internacionales, tanto en América Latina como en
Europa. En el país debe caminar más y llegar a los últimos rincones de la
nación porque revela sutilmente lo más profundo de nuestro ser, la fraternidad.
Uno de los datos que más me
impresionó es el interés entre los jóvenes por conocer el lenguaje cinematográfico
de uno de sus contemporáneos. En las aulas universitarias tuve la experiencia
de comprobar que casi todos los alumnos habían visto la película, algunos más
de una vez pues volvieron a la sala para sesiones especiales de debate.
A veces es difícil encontrar una
obra de arte para ponerla como ejemplo y que la audiencia menor a 20 años
comparta ese conocimiento. No se puede citar a “La Odisea”, por ejemplo, porque
muchos bachilleres ya no la leyeron y (oh sorpresa) ni siquiera vieron la
película “Troya” con Brad Pitt, porque también a él lo consideran anticuado.
En cambio, puedo citar pasajes de “Viejo
Calavera” pues los chicos la entendieron y la aplaudieron y con ella aprenden
herramientas de la crónica. El atractivo del film para las nuevas generaciones
abre interrogantes que apenas intentamos responder.
Quizá porque es una obra de uno de
sus pares, melenudo y con un aire misterioso en el caminar, sencillo y
sensible, casi siempre acompañado por otros bohemios.
O porque puede decir lo que dice al
dominar un diálogo sutil, unos silencios y unas formas que los añejos (léase
militantes de los años 70) no comprenden. Los comentarios negativos sobre el
film son sobre todo quejas porque el director muestra a unos mineros que se
emborrachan, que se ocupan de sus ocios en las asambleas al interior de la mina
y que viajan al trópico. No hay marchas vociferantes, grupos en tropel bajando
de los cerros con sus dinamitas ni monumentos a los dirigentes históricos. No
hay lo “políticamente correcto”.
EL
ARGUMENTO
El argumento de Russo y del
experimentado Gilmar González es simple. El padre de Elder Mamani (Julio César
Ticona) muere (partida) y el que no es viejo pero es un “calavera” hereda por
una costumbre no escrita el puesto en la mina, donde vive su madre agrietada
por la dureza del ambiente a 4 mil metros de altura, cerca del Cerro Posokoni
en Huanuni, importante mina de Oruro.
El padrino Francisco, que es una
presencia casi sin palabras, se encarga de llevarlo al nuevo empleo y de
intentar que el ahijado, “chupaco” y despreocupado- casi marginal- ingrese a
una nueva etapa de su vida. Elder no se interesa por ninguna estabilidad ni
económica ni emocional y se deja llevar por sus impulsos existenciales. ¿Acaso él
y sus contemporáneos tienen un mejor futuro que sus padres?
Tampoco le llama la atención la
actividad sindical tan famosa en las minas bolivianas, la vanguardia
proletaria; ni se anota a alguna otra iniciativa como el deporte, la música,
también destacados aportes obreros.
Se apunta casi sin ganas, igual que
a todo, a un viaje al otro lado del mundo, a una localidad tropical de ingreso
a la Amazonía, Coroico, pueblo de la cabecera de selva, de la zona conocida
como “yungueña” en el Departamento de La Paz. Ahí, algo de charla, algo de
comida, la piscina pública, el sol, la luz del día.
Al final, un gesto, una ternura como
recordaba Líber Forty, tan esencial en la rudeza de los mineros, arremete
contra el espectador que esperaba cualquier cierre menos aquel de tapar al
padrino con una frazada en la helada cumbre andina.
Los actores son personas entrenadas
para el film, sin experiencias previas.
El
MENSAJE SUTIL
Entre escena y escena, aparentemente
tristes y sin esperanza, se entretejen lo profundo del minero boliviano, de la
familia boliviana, de los pobres bolivianos: la amistad, la solidaridad, la
mano que se extiende y ampara, aún cuando todo lo demás dice “no”.
La experiencia en el campamento no
es sólo sentir la revuelta, la protesta, la marcha con dinamitazos. Russo
comprende esa dimensión y la dispersa sin estridencias, sin consignas, sin
arrebatos.
Ahí, donde la esperanza de vida era
de 50 años pero ningún huérfano, ninguna viuda quedaba sin auxilio, sin un
plato de comida, sin un techo, sin un libro. Me recordó los milagros que
contemplé en 1986 en la “Marcha por la vida” donde el pan (ají de fideos) se
multiplicaba y la viejita se inclinaba a lavar los pies de los caminantes,
mientras una cruz iniciaba el último vía crucis de la FSTMB.
En Huanuni moderno abundan los
karaokes y los prostíbulos alentados por el dinero de los buenos precios
internacionales de los minerales; ahí donde hay más temor por el aumento de los
casos seropositivos que por la silicosis. Ahí, en ese cotidiano sobrevive la
humanidad samaritana.
Es posible que para los que esperan
siempre un mensaje político explícito, la película no diga mucho. Russo declaró
que no optó intencionalmente por ese camino. En cambio hay esa nueva forma que
desarrollan las nuevas generaciones para acercarse al Nuevo Testamento, aún sin
saberlo, con las luces, con los sonidos, con las miradas.