DE LA REPRESIÓN AISLADA A LA REPRESIÓN SISTEMICA EN LOS GOBIERNOS DE LA
REVOLUCIÓN NACIONAL
LUPE CAJIAS
MARZO 2025
SEMINARIO: GUERRA, VIOLENCIA Y NACIÓN
FACULTAD DE HUMANIDADES, CARRERA DE HISTORIA
UNIVERSIDAD MAYOR DE SAN ANDRÉS
La violencia política es un
ingrediente infaltable en las sociedades, aún en las más pacíficas. Suecia se
estremeció cuando su tranquilidad fue perturbada por el asesinato del primer
ministro Olof Palme en 1986; el líder socialdemócrata salía de un cine sin
escolta, como prefería. La muerte del referente de la defensa de los derechos
humanos horrorizó a su país que sintió que con el magnicidio había “perdido la
inocencia”. El estado de bienestar mostraba su grieta.
Mahatma Gandhi había luchado contra
el imperialismo inglés durante casi toda su vida. Practicando la desobediencia
civil no violenta logró arrinconar a la arrogante monarquía británica. Venció
años de persecución y cárcel; a la soledad y al hambre. Sin embargo, un
fanático hinduista lo asesinó cuando iba a rezar.
Son muchos los ejemplos que se
pueden citar a lo largo de la historia, más aún en un momento en que el
genocidio televisado de los judíos contra los palestinos en Gaza y los
territorios ocupados de Cisjordania nos muestra que el horror de la Segunda
Guerra Mundial retorna con toda su furia.
Las naciones de América Latina y del
Caribe conocieron los grados de violencia política desde sus inicios. Aunque,
la maldad no alcanzó la sofisticación de los estalinistas o de los nazis o del
actual ejército israelí. Todavía en el continente no hemos contemplado los
horrores de una guerra fratricida como haca pocos años en Bosnia o el
exterminio de 800 mil tutsis en Ruanda en 1994.
El escritor judío austriaco Stefan
Zweig alertaba un siglo que la falta de tolerancia hundirá a la humanidad.
Muchas de sus biografías son un relato de la ausencia de ese valor que enfrenta
a los seres humanos por tierra, por dioses, por ideas, por ambiciones.
Zweig citaba al teólogo humanista
Sebastien Chateillon cuando condenó hace cinco siglos la ejecución de Miguel
Servet por los calvinistas en Ginebra. “Matar a un hombre no es defender una
doctrina; es matar a un hombre.” No defendieron una doctrina, quemaron a un ser
humano, describió Chateillon en su texto. Servet, junto a Giordano Bruno,
también incinerado, son mártires universales por la libertad de pensamiento.
Esta frase acompaña como telón de
fondo a esta ponencia.
Bolivia fue gestada entre la sangre
y la muerte y nació en un parto doloroso, como todo alumbramiento. Los
enfrentamientos y los asesinatos se sucedieron a lo largo del siglo XIX. En su
texto “Las matanzas de Yañez” (1861) Gabriel René Moreno relata los niveles de
esa violencia política. Sin embargo, como señala claramente este escritor
cruceño, el pueblo no aceptó la represión cobarde, el ajusticiamiento de
personas que estaban indefensas en una prisión. Un mes más tarde, una turba
anónima vengó a los muertos del Loreto.
Después los ciudadanos se retiraron
a sus domicilios impidiendo así que su acción fuese aprovechada para el
beneficio de algún político.
Jaime Paz Zamora describía al pueblo
boliviano como esencialmente tierno, capaz de ser solidario con el perseguido,
con el prisionero. Decía que esa ternura salvaba situaciones dramáticas, cuando
un carcelero ayudaba a pasar una nota entre las rejas; cuando una comerciante
ocultaba a un estudiante desconocido; cuando un empresario asilaba a un
sindicalista.
El fabril comunista Max Toro contaba
que el trato de los esbirros bolivianos no pasaba ciertos límites; quizá porque
más tarde podrían estar ellos en los bandos vencidos. Una gran diferencia con la
actitud de los sicarios argentinos.
Quizá algunas características de la
sociedad boliviana, como los tejidos familiares, vecinales, comunales, se
convierten en barreras de un descalabro mayor en tanta historia de golpes de
estado y violencia callejera.
También es posible añadir que la
sociedad boliviana es más parecida al formato “tinku”; es decir el
enfrentamiento temporal, ineludible y ritualista, que a la opción por la lucha
armada o las guerras populares permanentes. No han tenido éxito acá las
iniciativas aisladas como si se pudieron desarrollar en Centroamérica,
especialmente en Guatemala, país con indicadores demográficos y sociales muy
similares a los bolivianos.
Martha Irurozqui escribió un ensayo
(2009), más detallado y profundo que estas pinceladas, sobre la legitimación o
la deslegitimación del ejercicio público de la violencia política de gobernados
y de gobernantes y de personas y sobre las diferencias entre el militarismo- o
sea la potencial acción armada profesional y aceptada- y las protestas civiles.
Una puede significar “defensa del
orden” y la otra revolución, o viceversa.
En su texto desmenuza el uso de la
violencia a lo largo de nuestra historia, particularmente a fines del siglo XIX
cuando el país intentaba ingresar a la modernización económica y a la vez vivía
intensas luchas civiles.
También es importante recordar que
los nacionalismos son señalados con frecuencia como sementales desbocados de
los enfrentamientos más sangrientos en los últimos dos siglos de la historia de
la humanidad. El autor cruceño Julio Antelo (2024) reúne autores de varias
épocas que analizan estos extremos en su obra: “Alabanza y menosprecio de la
libertad y la democracia”.
Con esas escenografías de fondo, me
situaré en algunos momentos de los primeros años de la Revolución Nacionalista boliviana
El antecedente más importante es la
vivencia de los jóvenes de todo el país en las trincheras de el Chaco. Muchas
mentalidades fueron transformadas en su visión de país y muchos caracteres
cambiaron sus seguridades hogareñas por impulsos apasionados y fanáticos.
Le experiencia de ver morir y de
matar dejó profunda huella en quienes fueron posteriormente actores principales
o secundarios de los hechos entre 1935 y 1964, y aún más tarde.
Igualmente es necesario ubicar estos
acontecimientos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial con sus
inconmensurables secuelas de muerte y destrucción. La humanidad conoció la
furia de la que era capaz para defender creencias, ideas o emociones, aún y a
pesar del propio hundimiento. Horrores sumados a los asesinatos masivos, los
pogromos y las hambrunas que desde 1917 vivía la población en la Unión
Soviética, que superaban la saña zarista.
René Arce Aguirre en la biografía de
Carlos Salinas Aramayo: “Un destino inconcluso” relata los crímenes de
Chuspipata en 1944. El asesinato de este hombre de 43 años junto con otros
parlamentarios y las otras muertes en la época de Gualberto Villarroel fueron
el umbral de lo que se venía. Ninguno de los autores fue procesado y la
sociedad, sobre todo paceña, no logró reconciliarse. Tonos lúgubres cayeron en
muchos hogares. Decían que los huesos de esos muertos cloquearon por muchos
años en las dependencias policiales.
La respuesta del otro lado fue el magnicidio
de Villarroel como una competencia de nuevos arrebatos colectivos. Los cables
de las agencias internacionales rebalsaban de asombro al contar lo sucedido.
¿País de salvajes? O era la imitación criolla de la muerte del duce Benito
Mussolini meses atrás, como especula Mariano Baptista por los testimonios
recogidos.
¿De dónde salió la soga? Es una de
las interrogantes que repetí ante varios entrevistados para entender cómo pudo
pasar lo que pasó. Las respuestas fueron distintas y anecdóticas.
Hace poco me obsequiaron un álbum de
fotos de la guerra civil en Potosí en 1949, evidencia del grado de los odios
que estaban desatados. No me animé a publicarlas para no dañar sensibilidades.
En cambio, con todas sus víctimas,
la revolución en abril de 1952 no alcanzó los grados de otras acciones armadas
en el continente. Por ejemplo, las biografías de Francisco “Pancho” Villa y los
cuentos de Juan Rulfo desmenuzan niveles de crueldad y de venganzas que
marcaron con sangre a México hasta nuestros días. Herencia inevitable.
Los episodios más dramáticos del
nacionalismo revolucionario en el poder vendrían después de la victoria de la
insurrección popular.
La creación del Control Político al
mando del cochabambino Claudio San Román (formado en represión por el propio
FBI) y Adhemar Menacho y el uso de la policía -los carabineros- en la
persecución a los opositores fueron las herramientas para sistematizar la
represión política como un gran aparato burocrático. El chileno Luis Gayán Contador
es el otro nombre que aparece en esta maquinaria. Él mismo torturaba
personalmente a los presos.
Es poco conocido el rol de los
comunistas españoles como Francisco Lluch Urbano (oficial republicano), a
quienes se atribuye la idea de crear milicias y campos de concentración. Ellos
y un oficial llamado Mario Busch habrían tenido la experiencia en la guerra
civil española, por una parte y en la Alemania nazi, por la otra. El decreto
que creaba los centros de reclusión es de 1953.
Aunque hubo intentos de
investigación parlamentaria en 1965, existe poco material sobre la violación de
los derechos humanos durante el gobierno del Movimiento Nacionalista
Revolucionario (MNR), especialmente en el primer periodo de Víctor Paz
Estenssoro (1952-1953). Los libros más conocidos son los de Mario Peñaranda,
Fernando Loayza Beltrán, Hernán Landívar.
Los campos de concentración
funcionaron en lugares hostiles, geográfica y humanamente, pues estaban
ubicados en el altiplano más frío y en zonas donde la población indígena o los
sindicatos eran ampliamente favorables al gobierno. Salvo excepciones de
caridad de algunas mujeres o la compasión de algunos dirigentes mineros, el
preso no tenía esperanza de recibir ningún apoyo de la población civil de
Corocoro, Uncía, Catavi, Curahuara de Carangas.
Uno de los testimonios más completos
y tristes es el escrito por Hernán Barriga Antelo: Laureles de un tirano,
publicado en enero de 1965, poco después de la caída del MNR. Barriga relata en
primera persona varios ejemplos y las circunstancias que vivieron los retenidos
en las dependencias del Control Político, las cárceles y los campos de
concentración. No todos eran militantes de Falange Socialista Boliviana; ni
siquiera eran políticos. Varios estaban encerrados por algún conflicto con
algún vecino que quería apoderarse de sus bienes, o porque eran hijos o padres
de falangistas o porque algún jefe de comando quería apoderarse de sus bienes o
de su comercio, como le pasó al propio Barriga. Otros eran héroes del Chaco,
como Bernardino Bilbao Rioja.
El esquema comenzaba en el propio
Palacio de Gobierno y el primer brazo ejecutor era el Ministerio del interior,
que también era de justicia. Federico Fortún Sanjinés es uno de los acusados de
organizar los campos de detención y de definir el destino de los presos. Fortún
llegó a ser presidente interino, condecorado por el gobierno franquista y en
1986 Paz Estenssoro declaró duelo nacional por su muerte en atención a los
“servicios prestados a la nación”.
El ministerio montó un amplio
esquema de escuchas clandestinas; violación de correspondencia; archivos
personales con todos los datos familiares, políticos y profesionales de los
sospechosos; redes de espionaje con taxistas, peluqueras, lustrabotas,
prostitutas; se quemaron redacciones de periódicos clausurados y se quemaron
libros.
Rafael Loayza estuvo encerrado en
una celda oscura y solitaria durante tres años. Como sucedió en Argentina con
militares reprimidos por el peronismo, el resultado fue que este oficial se
convirtió en un represor durante la dictadura.
Varios de los paramilitares de los
años 70 eran hijos que habían visto sacar a sus padres a empellones, golpear a
sus madres que los querían defender en medio de la noche, o que iban hasta
Curahuara en trenes de carga, caminaban horas para probar suerte si podían ver
a su padre, aunque sea desde lejos.
Durante meses los detenidos eran
trasladados de un lugar a otro, siempre con golpes y torturas; casi todos
perdían entre 30 a 40 kilos, tenían sus cabellos y sus uñas largas, su piel
ennegrecida. Eran obligados a masturbarse en medio del patio, a pesar de su
debilidad, delante de los guardias embriagados. Varios se suicidaron. El MNR
introducía “buzos” entre los presos para crear un ambiente permanente de
sospecha. A varios los obligaron a jurar y a vivar al MNR y a torturar a sus
propios camaradas. Los agentes les robaban anillos, relojes.
Muchos de los exiliados nunca
volvieron al país ni dejaron que sus hijos retornen a una patria tan
desagradecida, como el caso de Alfonso de la Vega. Decenas de familias quedaron
separadas para siempre.
La tortura psicológica era otro
instrumento. Fanny Caballero contaba cómo los agentes entraban a medianoche a
su casa, revolvían todo, amenazaban a su madre, le lanzaban piropos obscenos.
Al día siguiente le contaban a su padre preso el color del camisón de su mujer
y las formas de sus hijitas para enloquecerlo. Él estaba preso solamente por
alquilar un departamento en la misma casa donde murió Oscar Unzaga de la Vega.
A otros presos les hacían escuchar
los sonidos de un catre moviéndose rítmicamente haciéndoles creer que en ese
cuarto del lado estaba su esposa. O los acosaban con burlas porque la enamorada,
después de dos o tres años de espera, salía con otro joven. Un niño registró
cómo su abuelo apuntaba con su propia pistola la cabeza de su madre, un
mediodía cuando él volvía del colegio. “Antes que la lleven, yo mismo la mato”,
decía el caballero.
Aunque el MNR negaba, el control
político alcanzaba a las mujeres en formatos que eran desconocidos. Ellas eran
más fáciles de humillar, aún sin tocarlas, con el asedio de otras mujeres
conocidas como “barzolas”, o con detalles como obligarlas a orinar y cagar en
tarros de lata que quedaban en la celda o a no contar con ningún tipo de paño
para disimular los rastros de la menstruación.
En algunos casos llegaron a los
golpes hasta destrozar riñones y pulmones. Un ejemplo famoso fue el de Elena
del Carpio, a quien ni siquiera sus propias amigas emenerristas pudieron salvar
y que vio a sus padres torturados para obligarla a firmar una declaración. Otra
fue Graciela Iturri, prima de Unzaga, quien encaneció en pocos días de detenida;
jamás quiso contar qué le pasó; nunca se casó.
Muchas décadas después, quise
entrevistar a una de ellas que aceptó dar testimonio. Cuando acudí a la cita en
una casa de Obrajes, su familia me contó que estaba en la clínica. Con solo el
recuerdo se había derrumbado y su corazón estaba en peligro. Me pidieron jamás
volver.
Los crímenes en la calle Sucre, en
La Paz en 1959, en Terebinto, la presencia de paramilitares de Ucureña en Santa
Cruz, las muertes de universitarios son temas que trato en detalle en la
biografía de Oscar Unzaga de la Vega “Morir en mi cumpleaños”.
En 1959, la emboscada y asesinato
del movimientista Vicente Álvarez Plata, de 38 años, ex ministro de Asuntos
Campesinos y responsable de Reforma Agraria, mostró que la represión podía
alcanzar a militantes del partido si caían en desgracia. Existe un folleto
sobre el caso. Entrevisté a sus familiares que nunca consiguieron esclarecer
los sucesos. Los presuntos asesinos Paulino Quispe Wila Saco y Toribio Salas
fueron amnistiados.
En 1964 cayó el MNR, salieron los
presos políticos, la casa de San Román fue incendiada y saqueada. Este oficial
del ejército vivió asilado en el Paraguay de Alfredo Stroessner.
Hubo algún intento de juicios sin
resultados de largo plazo. El esquema represivo sobrevivió. Los campos de
concentración fueron cerrados, pero se abrieron las llamadas casas de seguridad
o se utilizaron cárceles provinciales como Achocalla para detener o desaparecer
a los presos.
En 1982, durante el primer periodo
democrático en la historia de Bolivia, la señora Teresa Ormachea de Siles,
contaba que uno de los guardaespaldas de su marido era uno de los que antes lo
había perseguido y que antes-antes era del partido. Seguramente siguió ahí
hasta el fin de sus días.