viernes, 4 de abril de 2025

BICENTENARIO SIN PRESOS NI PERSEGUIDOS POLÍTICOS

 

            En este mes, abril de 2025, Bolivia ingresa simultáneamente en el último tramo para festejar el Bicentenario de la organización de la república y en la definición de fechas, candidaturas y listados para las elecciones generales de agosto.

            Doscientos años es un aniversario irrepetible. Hay iniciativas públicas y privadas para celebrarlo: desfiles, encuentros regionales, publicaciones académicas, seminarios, conferencias, muchos discursos.

            Por otra parte, las próximas elecciones presidenciales serán las décimo primeras de la etapa constitucional más larga de la historia: 42 años cumplidos, un semestre y algunos días. A pesar de muchos sobresaltos y crisis, la democracia sobrevive. Las tendencias totalitarias no han logrado ahogar el enorme esfuerzo de sucesivas generaciones, a lo largo y ancho del territorio, para defender el precario Estado de Derecho

            El presidente del Estado Plurinacional Luis Arce Catacora tiene, en ese contexto, una de las últimas oportunidades para virar la imagen negativa de su gobierno y darle un cariz de reconciliación nacional. Puede descomprimir el caldeado ambiente político -que tanto gravita en la incertidumbre económica- dictando una amplia amnistía para que los bolivianos desterrados puedan volver a su país sin miedo; para que las cárceles se vacíen de los presos por causas políticas y sindicales. Para que los bolivianos celebren la firma del Acta de la Independencia con libertad, igualdad y fraternidad.

            Este acto de generosidad tiene varias aristas. En el aspecto legal puede convocar a una comisión de constitucionalistas notables, presidida por el ministro de Justicia César Siles, para que diseñe una hoja de ruta coherente.

            Existen exiliados desde 2003. Más de dos décadas sin poder retornar a sus hogares; ni siquiera sus familiares. Es el tiempo de destierro más largo desde 1825. Cifra que representa la mitad de los años de democracia. ¿Cómo es posible que esto suceda? ¿En qué momento la sociedad ha internalizado ese dato como parte de la normalidad?

            Ninguno de los presuntos delitos que se les atribuye tendría un castigo tan extenso.

Además, hay personas que fueron forzadas a salir de Bolivia por el solo hecho de haber sido leales a Gonzalo Sánchez de Lozada, presidente constitucional. Para los que se rebelaron contra su mandato hubo perdón.

            El otro grupo más numeroso de presos y exiliados está relacionado con los hechos de 2019. Se castiga el levantamiento pacífico de la ciudadanía contra una larga lista de irregularidades, agravadas por el desconocimiento del resultado del referéndum de 2016.

Ningún proceso judicial, un lustro después, pudo probar que hubo un golpe de estado. Al contrario, el propio gobierno actual denuncia una serie de mentiras que fueron fabricadas por anteriores autoridades, como la existencia de un “mar de gas”. Así también se desbarató el inmenso montaje en torno al llamado caso de terrorismo en el Hotel Las Américas.

            ¿Qué pasó en Senkata y en Sacaba, en Montero, en los incendios a casas particulares, en la quema de buses municipales, en las convocatorias a una guerra civil? Solamente un debido proceso podrá aproximarse a la verdad y a las responsabilidades. Será posible cuando existe un poder judicial independiente.

            El apresamiento de la exmandataria constitucional Jeanine Añez, el secuestro del gobernador Luis Fernando Camacho, la detención de Marcos Pumari en una cárcel destinada para los presos más peligrosos fueron condenados por organismos internacionales como violación de derechos humanos.

            Existen presos por protestas sociales, de los cuales el caso de César Apaza de APDECOCA es uno de los peores. Informes independientes revelan que en el país existen casi 300 presos políticos, incluso dos menores. La sede de la Asamblea de Derechos Humanos está cercada por la policía desde hace 20 meses.

            ¿Hasta cuándo? El presidente Arce tiene la oportunidad de iluminar ese panorama sombrío. Un gobierno antiimperialista no necesariamente tiene que ser autoritario, como ejemplifican Uruguay o Chile.

            La reconciliación nacional y los nuevos pactos serán fundamentales para que el próximo régimen enfrente la actual crisis. Quien quiera que gane tendrá que asumir duras medidas económicas. Si el tejido social está más pacificado, podrá conseguir avanzar. El Bicentenario podrá ser un Jubileo o una bufonada.

           

           

viernes, 28 de marzo de 2025

LAS CÁRCELES SALVADOREÑAS, MEDIO SIGLO INFAME

 

            En 1980, en el exilio panameño, conocí el texto de Ana Guadalupe Martínez: “Las cárceles clandestinas de El Salvador”. Como decían sus compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en ese país el boom de la literatura latinoamericana no llegó como novela sino en formato de este testimonio que se pasaba de mano en mano.

            Ana Guadalupe (Metapan, 1950) era hija de uno de los militares que se rebeló contra el dictador impuesto por Estados Unidos Maximiliano Hernández Martínez; su familia, a pesar de ser próspera, conoció el exilio. El relato de esta joven delgada y pequeñita impresionó a los tribunales internacionales sobre Derechos Humanos

            El Salvador, el “Pulgarcito de América” como lo retrató la poetisa Gabriela Mistral, no conoció períodos de democracia en casi toda su historia republicana. La cercanía con el imperialismo yanqui, la permanente presión demográfica en sus escasos kilómetros cuadrados, el poder de 14 familias terratenientes y sus representaciones políticas y militares frenaron las aspiraciones de los campesinos y de las capas medias.

            Ana Guadalupe- cuyo nombre permanece en nuestra familia en su homenaje- luchó desde la actividad estudiantil contra la dictadura militar salvadoreña. En 1978 fue secuestrada por agentes vestidos de civil de la Sección Segunda de la Guardia Nacional y desaparecida por nueve meses. Estuvo sometida a todo tipo de vejámenes: torturas con corrientes eléctricas en sus partes íntimas, violada reiteradamente, encerrada en una celda a oscuras, esposada de pies y manos, muchas veces desnuda.

            Ella publicó su testimonio con el apoyo del comandante Joaquín Villalobos. Ambos lucharon para unificar a los grupos en el Frente por la Liberación Nacional Farabundo Martí (FMLN) durante los intensos años de guerra popular prolongada. Después fueron parte esencial de las negociaciones diplomáticas para firmar la paz en 1992.

            La democracia salvadoreña dio paso inicialmente a la representación civil de los represores bajo el partido ARENA, los mismos que habían mandado ajusticiar a Monseñor Oscar Arnulfo Romero el 24 de marzo de 1980 (dos días después del martirio de Luis Espinal) y de más de 70 mil muertes en una década.

            En medio del conflicto, decenas de familias fueron desplazadas de las zonas rurales a la ya desbordada capital San Salvador. Los jóvenes vivían a sobresaltos porque eran blanco de la represión militar por sólo ser muchachos. Muchos escaparon hacia el norte. Fueron clandestinos en Los Ángeles, donde aprendieron de las pandillas de ese territorio, el uso fácil de las armas, la delincuencia como única forma de sobrevivir.

            En los años 80 el libro de Martínez era leído por casi todos los salvadoreños y los centroamericanos y se convirtió en un impulso de resistencia, denuncia e incluso de ingreso a la guerrilla. En los años 90 fue texto en las universidades. Se lo analizaba como parte de la literatura testimonial, junto a los escritos del poeta Roque Dalton. Se lo tomaba en cuenta en las carreras sociales, de historia, de ciencias políticas.

            Hace pocos meses, una encuesta mostró que actualmente sólo el 33 por ciento de los jóvenes conocen la historia de Ana Guadalupe y de los presos desaparecidos salvadoreños.

            Mientras ella y Villalobos salieron del FMLN desilusionados por los niveles de corrupción del antiguo grupo guerrillero cuando llegó al poder. Mauricio Funes (2009- 2014) y Salvador Sánchez Cerén (excomandante Leonel) (2014-2019) son otro ejemplo de la incapacidad de la izquierda para gobernar y para mostrar un rostro honrado.

            Como sucede en Nicaragua, Venezuela, Bolivia, Ecuador, la victoria legal de la izquierda fue la gran desilusión. Más saqueo de las arcas públicas, más represión, más inseguridad callejera.

            Mientras decenas de jóvenes eran deportados y formaban las temibles maras como la Salvatrucha o MS13, que nació en Estados Unidos. Reclutaron a la fuerza o voluntariamente a desocupados y a excombatientes. Gobernaban las calles y las comunidades sembrando terror.

            Con ese panorama, el presidente Nayib Bukele (2019) logró organizar un amplio sistema represivo. Son las nuevas cárceles que maltratan por igual a pandilleros o a adolescentes inocentes, que no tienen derecho a ningún tipo de defensa.

            Sin embargo, las cárceles de Bukele son presentadas como un éxito de los tiempos modernos. No existe una Ana Guadalupe Martínez que denuncie al mundo lo que allí sucede. Mucho menos se difunde la responsabilidad de las políticas estadounidenses en Centroamérica como el germen de la violencia que tiñe esa región.

           

miércoles, 26 de marzo de 2025

LA REPRESION DEL MNR

 

DE LA REPRESIÓN AISLADA A LA REPRESIÓN SISTEMICA EN LOS GOBIERNOS DE LA REVOLUCIÓN NACIONAL

 

LUPE CAJIAS

MARZO 2025

SEMINARIO: GUERRA, VIOLENCIA Y NACIÓN

FACULTAD DE HUMANIDADES, CARRERA DE HISTORIA

UNIVERSIDAD MAYOR DE SAN ANDRÉS

            La violencia política es un ingrediente infaltable en las sociedades, aún en las más pacíficas. Suecia se estremeció cuando su tranquilidad fue perturbada por el asesinato del primer ministro Olof Palme en 1986; el líder socialdemócrata salía de un cine sin escolta, como prefería. La muerte del referente de la defensa de los derechos humanos horrorizó a su país que sintió que con el magnicidio había “perdido la inocencia”. El estado de bienestar mostraba su grieta.

            Mahatma Gandhi había luchado contra el imperialismo inglés durante casi toda su vida. Practicando la desobediencia civil no violenta logró arrinconar a la arrogante monarquía británica. Venció años de persecución y cárcel; a la soledad y al hambre. Sin embargo, un fanático hinduista lo asesinó cuando iba a rezar.

            Son muchos los ejemplos que se pueden citar a lo largo de la historia, más aún en un momento en que el genocidio televisado de los judíos contra los palestinos en Gaza y los territorios ocupados de Cisjordania nos muestra que el horror de la Segunda Guerra Mundial retorna con toda su furia.

            Las naciones de América Latina y del Caribe conocieron los grados de violencia política desde sus inicios. Aunque, la maldad no alcanzó la sofisticación de los estalinistas o de los nazis o del actual ejército israelí. Todavía en el continente no hemos contemplado los horrores de una guerra fratricida como haca pocos años en Bosnia o el exterminio de 800 mil tutsis en Ruanda en 1994.

            El escritor judío austriaco Stefan Zweig alertaba un siglo que la falta de tolerancia hundirá a la humanidad. Muchas de sus biografías son un relato de la ausencia de ese valor que enfrenta a los seres humanos por tierra, por dioses, por ideas, por ambiciones.

            Zweig citaba al teólogo humanista Sebastien Chateillon cuando condenó hace cinco siglos la ejecución de Miguel Servet por los calvinistas en Ginebra. “Matar a un hombre no es defender una doctrina; es matar a un hombre.” No defendieron una doctrina, quemaron a un ser humano, describió Chateillon en su texto. Servet, junto a Giordano Bruno, también incinerado, son mártires universales por la libertad de pensamiento.

            Esta frase acompaña como telón de fondo a esta ponencia.

            Bolivia fue gestada entre la sangre y la muerte y nació en un parto doloroso, como todo alumbramiento. Los enfrentamientos y los asesinatos se sucedieron a lo largo del siglo XIX. En su texto “Las matanzas de Yañez” (1861) Gabriel René Moreno relata los niveles de esa violencia política. Sin embargo, como señala claramente este escritor cruceño, el pueblo no aceptó la represión cobarde, el ajusticiamiento de personas que estaban indefensas en una prisión. Un mes más tarde, una turba anónima vengó a los muertos del Loreto.

            Después los ciudadanos se retiraron a sus domicilios impidiendo así que su acción fuese aprovechada para el beneficio de algún político.

            Jaime Paz Zamora describía al pueblo boliviano como esencialmente tierno, capaz de ser solidario con el perseguido, con el prisionero. Decía que esa ternura salvaba situaciones dramáticas, cuando un carcelero ayudaba a pasar una nota entre las rejas; cuando una comerciante ocultaba a un estudiante desconocido; cuando un empresario asilaba a un sindicalista.

            El fabril comunista Max Toro contaba que el trato de los esbirros bolivianos no pasaba ciertos límites; quizá porque más tarde podrían estar ellos en los bandos vencidos. Una gran diferencia con la actitud de los sicarios argentinos.

            Quizá algunas características de la sociedad boliviana, como los tejidos familiares, vecinales, comunales, se convierten en barreras de un descalabro mayor en tanta historia de golpes de estado y violencia callejera.

            También es posible añadir que la sociedad boliviana es más parecida al formato “tinku”; es decir el enfrentamiento temporal, ineludible y ritualista, que a la opción por la lucha armada o las guerras populares permanentes. No han tenido éxito acá las iniciativas aisladas como si se pudieron desarrollar en Centroamérica, especialmente en Guatemala, país con indicadores demográficos y sociales muy similares a los bolivianos.

            Martha Irurozqui escribió un ensayo (2009), más detallado y profundo que estas pinceladas, sobre la legitimación o la deslegitimación del ejercicio público de la violencia política de gobernados y de gobernantes y de personas y sobre las diferencias entre el militarismo- o sea la potencial acción armada profesional y aceptada- y las protestas civiles.

            Una puede significar “defensa del orden” y la otra revolución, o viceversa.

            En su texto desmenuza el uso de la violencia a lo largo de nuestra historia, particularmente a fines del siglo XIX cuando el país intentaba ingresar a la modernización económica y a la vez vivía intensas luchas civiles.

            También es importante recordar que los nacionalismos son señalados con frecuencia como sementales desbocados de los enfrentamientos más sangrientos en los últimos dos siglos de la historia de la humanidad. El autor cruceño Julio Antelo (2024) reúne autores de varias épocas que analizan estos extremos en su obra: “Alabanza y menosprecio de la libertad y la democracia”.

            Con esas escenografías de fondo, me situaré en algunos momentos de los primeros años de la Revolución Nacionalista boliviana

            El antecedente más importante es la vivencia de los jóvenes de todo el país en las trincheras de el Chaco. Muchas mentalidades fueron transformadas en su visión de país y muchos caracteres cambiaron sus seguridades hogareñas por impulsos apasionados y fanáticos.

            Le experiencia de ver morir y de matar dejó profunda huella en quienes fueron posteriormente actores principales o secundarios de los hechos entre 1935 y 1964, y aún más tarde.

            Igualmente es necesario ubicar estos acontecimientos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial con sus inconmensurables secuelas de muerte y destrucción. La humanidad conoció la furia de la que era capaz para defender creencias, ideas o emociones, aún y a pesar del propio hundimiento. Horrores sumados a los asesinatos masivos, los pogromos y las hambrunas que desde 1917 vivía la población en la Unión Soviética, que superaban la saña zarista.

            René Arce Aguirre en la biografía de Carlos Salinas Aramayo: “Un destino inconcluso” relata los crímenes de Chuspipata en 1944. El asesinato de este hombre de 43 años junto con otros parlamentarios y las otras muertes en la época de Gualberto Villarroel fueron el umbral de lo que se venía. Ninguno de los autores fue procesado y la sociedad, sobre todo paceña, no logró reconciliarse. Tonos lúgubres cayeron en muchos hogares. Decían que los huesos de esos muertos cloquearon por muchos años en las dependencias policiales.

            La respuesta del otro lado fue el magnicidio de Villarroel como una competencia de nuevos arrebatos colectivos. Los cables de las agencias internacionales rebalsaban de asombro al contar lo sucedido. ¿País de salvajes? O era la imitación criolla de la muerte del duce Benito Mussolini meses atrás, como especula Mariano Baptista por los testimonios recogidos.

            ¿De dónde salió la soga? Es una de las interrogantes que repetí ante varios entrevistados para entender cómo pudo pasar lo que pasó. Las respuestas fueron distintas y anecdóticas.

            Hace poco me obsequiaron un álbum de fotos de la guerra civil en Potosí en 1949, evidencia del grado de los odios que estaban desatados. No me animé a publicarlas para no dañar sensibilidades.

            En cambio, con todas sus víctimas, la revolución en abril de 1952 no alcanzó los grados de otras acciones armadas en el continente. Por ejemplo, las biografías de Francisco “Pancho” Villa y los cuentos de Juan Rulfo desmenuzan niveles de crueldad y de venganzas que marcaron con sangre a México hasta nuestros días. Herencia inevitable.

            Los episodios más dramáticos del nacionalismo revolucionario en el poder vendrían después de la victoria de la insurrección popular.

            La creación del Control Político al mando del cochabambino Claudio San Román (formado en represión por el propio FBI) y Adhemar Menacho y el uso de la policía -los carabineros- en la persecución a los opositores fueron las herramientas para sistematizar la represión política como un gran aparato burocrático. El chileno Luis Gayán Contador es el otro nombre que aparece en esta maquinaria. Él mismo torturaba personalmente a los presos.

            Es poco conocido el rol de los comunistas españoles como Francisco Lluch Urbano (oficial republicano), a quienes se atribuye la idea de crear milicias y campos de concentración. Ellos y un oficial llamado Mario Busch habrían tenido la experiencia en la guerra civil española, por una parte y en la Alemania nazi, por la otra. El decreto que creaba los centros de reclusión es de 1953.

            Aunque hubo intentos de investigación parlamentaria en 1965, existe poco material sobre la violación de los derechos humanos durante el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), especialmente en el primer periodo de Víctor Paz Estenssoro (1952-1953). Los libros más conocidos son los de Mario Peñaranda, Fernando Loayza Beltrán, Hernán Landívar.

            Los campos de concentración funcionaron en lugares hostiles, geográfica y humanamente, pues estaban ubicados en el altiplano más frío y en zonas donde la población indígena o los sindicatos eran ampliamente favorables al gobierno. Salvo excepciones de caridad de algunas mujeres o la compasión de algunos dirigentes mineros, el preso no tenía esperanza de recibir ningún apoyo de la población civil de Corocoro, Uncía, Catavi, Curahuara de Carangas.

            Uno de los testimonios más completos y tristes es el escrito por Hernán Barriga Antelo: Laureles de un tirano, publicado en enero de 1965, poco después de la caída del MNR. Barriga relata en primera persona varios ejemplos y las circunstancias que vivieron los retenidos en las dependencias del Control Político, las cárceles y los campos de concentración. No todos eran militantes de Falange Socialista Boliviana; ni siquiera eran políticos. Varios estaban encerrados por algún conflicto con algún vecino que quería apoderarse de sus bienes, o porque eran hijos o padres de falangistas o porque algún jefe de comando quería apoderarse de sus bienes o de su comercio, como le pasó al propio Barriga. Otros eran héroes del Chaco, como Bernardino Bilbao Rioja.

            El esquema comenzaba en el propio Palacio de Gobierno y el primer brazo ejecutor era el Ministerio del interior, que también era de justicia. Federico Fortún Sanjinés es uno de los acusados de organizar los campos de detención y de definir el destino de los presos. Fortún llegó a ser presidente interino, condecorado por el gobierno franquista y en 1986 Paz Estenssoro declaró duelo nacional por su muerte en atención a los “servicios prestados a la nación”.

            El ministerio montó un amplio esquema de escuchas clandestinas; violación de correspondencia; archivos personales con todos los datos familiares, políticos y profesionales de los sospechosos; redes de espionaje con taxistas, peluqueras, lustrabotas, prostitutas; se quemaron redacciones de periódicos clausurados y se quemaron libros.

            Rafael Loayza estuvo encerrado en una celda oscura y solitaria durante tres años. Como sucedió en Argentina con militares reprimidos por el peronismo, el resultado fue que este oficial se convirtió en un represor durante la dictadura.

            Varios de los paramilitares de los años 70 eran hijos que habían visto sacar a sus padres a empellones, golpear a sus madres que los querían defender en medio de la noche, o que iban hasta Curahuara en trenes de carga, caminaban horas para probar suerte si podían ver a su padre, aunque sea desde lejos.

            Durante meses los detenidos eran trasladados de un lugar a otro, siempre con golpes y torturas; casi todos perdían entre 30 a 40 kilos, tenían sus cabellos y sus uñas largas, su piel ennegrecida. Eran obligados a masturbarse en medio del patio, a pesar de su debilidad, delante de los guardias embriagados. Varios se suicidaron. El MNR introducía “buzos” entre los presos para crear un ambiente permanente de sospecha. A varios los obligaron a jurar y a vivar al MNR y a torturar a sus propios camaradas. Los agentes les robaban anillos, relojes.

            Muchos de los exiliados nunca volvieron al país ni dejaron que sus hijos retornen a una patria tan desagradecida, como el caso de Alfonso de la Vega. Decenas de familias quedaron separadas para siempre.

            La tortura psicológica era otro instrumento. Fanny Caballero contaba cómo los agentes entraban a medianoche a su casa, revolvían todo, amenazaban a su madre, le lanzaban piropos obscenos. Al día siguiente le contaban a su padre preso el color del camisón de su mujer y las formas de sus hijitas para enloquecerlo. Él estaba preso solamente por alquilar un departamento en la misma casa donde murió Oscar Unzaga de la Vega.

            A otros presos les hacían escuchar los sonidos de un catre moviéndose rítmicamente haciéndoles creer que en ese cuarto del lado estaba su esposa. O los acosaban con burlas porque la enamorada, después de dos o tres años de espera, salía con otro joven. Un niño registró cómo su abuelo apuntaba con su propia pistola la cabeza de su madre, un mediodía cuando él volvía del colegio. “Antes que la lleven, yo mismo la mato”, decía el caballero.

            Aunque el MNR negaba, el control político alcanzaba a las mujeres en formatos que eran desconocidos. Ellas eran más fáciles de humillar, aún sin tocarlas, con el asedio de otras mujeres conocidas como “barzolas”, o con detalles como obligarlas a orinar y cagar en tarros de lata que quedaban en la celda o a no contar con ningún tipo de paño para disimular los rastros de la menstruación.

            En algunos casos llegaron a los golpes hasta destrozar riñones y pulmones. Un ejemplo famoso fue el de Elena del Carpio, a quien ni siquiera sus propias amigas emenerristas pudieron salvar y que vio a sus padres torturados para obligarla a firmar una declaración. Otra fue Graciela Iturri, prima de Unzaga, quien encaneció en pocos días de detenida; jamás quiso contar qué le pasó; nunca se casó.

            Muchas décadas después, quise entrevistar a una de ellas que aceptó dar testimonio. Cuando acudí a la cita en una casa de Obrajes, su familia me contó que estaba en la clínica. Con solo el recuerdo se había derrumbado y su corazón estaba en peligro. Me pidieron jamás volver.

            Los crímenes en la calle Sucre, en La Paz en 1959, en Terebinto, la presencia de paramilitares de Ucureña en Santa Cruz, las muertes de universitarios son temas que trato en detalle en la biografía de Oscar Unzaga de la Vega “Morir en mi cumpleaños”.

            En 1959, la emboscada y asesinato del movimientista Vicente Álvarez Plata, de 38 años, ex ministro de Asuntos Campesinos y responsable de Reforma Agraria, mostró que la represión podía alcanzar a militantes del partido si caían en desgracia. Existe un folleto sobre el caso. Entrevisté a sus familiares que nunca consiguieron esclarecer los sucesos. Los presuntos asesinos Paulino Quispe Wila Saco y Toribio Salas fueron amnistiados.

            En 1964 cayó el MNR, salieron los presos políticos, la casa de San Román fue incendiada y saqueada. Este oficial del ejército vivió asilado en el Paraguay de Alfredo Stroessner.

            Hubo algún intento de juicios sin resultados de largo plazo. El esquema represivo sobrevivió. Los campos de concentración fueron cerrados, pero se abrieron las llamadas casas de seguridad o se utilizaron cárceles provinciales como Achocalla para detener o desaparecer a los presos.

            En 1982, durante el primer periodo democrático en la historia de Bolivia, la señora Teresa Ormachea de Siles, contaba que uno de los guardaespaldas de su marido era uno de los que antes lo había perseguido y que antes-antes era del partido. Seguramente siguió ahí hasta el fin de sus días.

           

 

           

viernes, 21 de marzo de 2025

LA REELECCIÓN, LA MALDICIÓN DE LOS POLÍTICOS BOLIVIANOS

 

            ¿Cómo hubiesen transcurrido este último lustro si el presidente Luis Arce Catacora hubiese desistido desde un principio de su reelección? Es muy probable que le hubiese ido mejor. Quizá la disputa con su mentor Evo Morales no hubiese llegado al profundo barranco actual. Quizá se hubiese dedicado más a entender cómo funciona la administración de un estado. Quizá la prensa hubiese podido tener otros asuntos más trascendentales para cubrir. Quizá.

            Nunca lo sabremos. La historia se escribe sobre hechos y no sobre especulaciones. Las interpretaciones ideológicas y teóricas de los contemporáneos o de los investigadores posteriores no los modifican.

            El periodista historiador tarijeño Eduardo Trigo preguntó al cuatro veces presidente Víctor Paz Estenssoro cómo evaluaba su reelección en mayo de 1964. El jefe del Movimiento Nacionalista Revolucionario, después de resumir con una visión retrospectiva los disturbios en La Paz y la conspiración desde Cochabamba, confesó a su amigo:

            “Pienso que fue un error ir a la reelección aceptando la postulación de mi nombre para la presidencia de la República. No creí que fuera tan profundo el sentimiento contrario a la reelección.”

            Paz Estenssoro, en la quietud de su retiro en San Luis, abrió su mente y su corazón como pocas veces al amable escritor. En 1956, después de su primer periodo aclamado por obreros y campesinos, había preferido aceptar una embajada en Europa, desde donde atendió múltiples invitaciones a dar conferencias y visitas con líderes internacionales. Volvió para candidatear en 1960, cuando la Revolución Nacional mostraba sus primeras fisuras y limitaciones. Ganó ampliamente junto a Juan Lechín y completó las primeras tareas, además de lograr una presencia mundial como nunca tuvo un presidente boliviano.

            “En esta materia, debo hacer una confesión: estaba encandilado por los resultados positivos que mostraba la acción del gobierno, tal como lo mostraba el crecimiento del Producto Interno Bruto que superaba el ocho por ciento anual”. Pese a ello, una gran protesta ciudadana lo sacó hasta Lima, apenas tres meses después de su nueva posesión. Los bolivianos son profundamente contrarios a las reelecciones.

            Volvió en 1985, en otras condiciones. A pesar de conseguir sus objetivos en ese nuevo mandato, aprendió la lección y no intentó mantenerse en el escenario político.

            Hace un siglo, una acción conjunta de pueblo y conspiradores sacó de la silla presidencial a Hernando Siles por querer seguir en el poder. Siles había llegado a la presidencia con el 97 por ciento de los votos calificados en las elecciones de 1925. Aunque enfrentó desde el principio tensiones políticas y conflictos sociales, fue un mandatario popular porque emprendió las grandes transformaciones económicas, administrativas y en comunicaciones para modernizar Bolivia. Le tocó gobernar en el Centenario, al que dio un toque nacionalista.

            Los ambiciosos de su entorno lo convencieron de que podía prolongar su mandato fijado inicialmente hasta 1930. Siles no escuchó el consejo de otros veteranos, como el expresidente Ismael Montes que conocía esas lides. Su empeño culminó en sangrientas protestas estudiantiles en junio de ese año, la conspiración de jóvenes militares y su precipitado destierro.

            Evo Morales pudo ser el presidente boliviano más aclamado dentro y fuera del país si se hubiese retirado en 2010 como era el pacto de la Constitución que regía cuando llegó al poder y pudo volver triunfante. Sin embargo, su ambición pudo más. La angurria de Álvaro García Linera lo impulsó para repostular el binomio en 2014 dando una falsa interpretación a la normativa. Fue el inicio del final.

            La soga fue tirada hasta el quiebre del 16 de febrero de 2016. Con el desconocimiento de su derrota, Morales enterró su figura para la historia. Se llevó al lodo a tribunos, a magistrados, a los árbitros electorales. Tres años después, con su terco empeño terminó escapando. Hoy es una piltrafa y sus aduladores han cambiado de cancha.

            Jeanine Añez pasó de ser una desconocida beniana a una figura aclamada por aceptar el reto que le había tocado desempeñar. Pronto, los susurros de sus adláteres nublaron sus logros para pacificar al país. Desconoció rápidamente el rol de Eva Copa y de otros parlamentarios que ayudaron a salvar al país de una guerra civil. Con el respaldo de Samuel Doria Medina anunció su candidatura. No solamente cayó ella y su extraviado gabinete. Con su ambición arrastró a toda la increíble gesta ciudadana que había sacado pacíficamente a Evo de la plaza Murillo.

            El presidente Luis Arce insiste en ser candidato. Le irá muy mal.

            Ante el descalabro económico, debería renunciar a esa posibilidad. Al mismo tiempo, es imperativa la amnistía general e irrestricta para todos los presos, perseguidos, exiliados por causas políticas. Con solo esos dos gestos políticos, la presión que hierve estos días bajará más que lo que se busca con diálogos improvisados o propagandas ilusas.

lunes, 17 de marzo de 2025

“CONVERSACIONES CON VÍCTOR PAZ ESTENSSORO”

 

PRESENTACIÓN PARA LA SEGUNDA EDICIÓN DEL LIBRO:

“CONVERSACIONES CON VÍCTOR PAZ ESTENSSORO”

AUTOR: EDUARDO TRIGO O’CONNOR D’ARLACH

TARIJA, 12 DE MARZO DE 2025

 

Muy buenos días a todos, especialmente a la familia Trigo Moscoso, con la cual celebramos tres generaciones de amistad y compañerismo. Saludo a las autoridades ediles que propician la cultura y fomentan la memoria colectiva.

En cada ocasión, brota extenso material para hablar del autor, Eduardo “Lalo” Trigo O’Connor d’Arlach, porque fue un ser humano con dones y con méritos para ser destacados en distintas áreas de los valores éticos y de la excelencia académica y profesional.

El extraordinario retrato que publicó de él su hija María Silvia, a manera de obituario, es un resumen indispensable y, seguramente, inmejorable.

No es esta la ocasión para ampliar los detalles de esos largos años tan intensamente vividos.

Me limito a algunas pinceladas que creo imprescindibles para enmarcar el libro que hoy se presenta.

Eduardo nació en Tarija, valle que marcó su visión del mundo, en 1936. Es decir, poco después de finalizada la desmovilización de las tropas que habían participado en la guerra contra Paraguay. El Chaco y por tanto Tarija llevarían para siempre esa marca que transformó el devenir histórico del país.

Hijo y descendiente de estirpes patriotas, Trigo O’Connor d’Arlach era un extraordinario defensor de Bolivia y de la bolivianidad en los diferentes escenarios donde le tocó actuar: como periodista, como escritor, como diplomático y como el gran conversador que siempre tenía a la nación en su pensamiento.

En cada tarea mantuvo el apego al recuerdo, al pasado, a la indagación para comprender mejor el presente. Él solía contar sobre su niñez aferrada a los libros, material que lo acompañó hasta el último aliento.

 

Lecturas tempranas y permanentes que le dieron pulcritud a su pluma. Todo lo que él escribió es de fácil lectura y comprensión, como muestran sus artículos de prensa, sus varios volúmenes sobre historia de su terruño y de su Bolivia y esta obra en género de diálogo.

Estas virtudes se expresaban en el contacto personal. Así como amaba el silencio- tan característico desde su profunda mirada de cielo y agua- y la escucha atenta, él era un exquisito conversador. Un conversador sin estridencias, sin fanatismos, suave como era toda su figura, compartiendo en una confitería, en el comedor familiar o en el salón de la cancillería.

Era parte de la fascinación que ejercía sobre los demás.

Eduardo era como un eterno atardecer, ese momento cuando la ciudad se retira, se silencian las muchedumbres y las luces son melancólicas. Esas dos luces que describen las escrituras sagradas, entre el sol que se despide y la noche que se anuncia.

Era brisa, voz que murmura, no la que grita, con aquellos ojos que miraban más allá de lo que veían. Era el trigo dorado que sabe a pan y a certeza, a la seguridad de ser amado, tanto que no guardaba resentimientos ni complejos.

Así lo debe haber comprendido Víctor Paz Entenssoro, el hombre que abrió sus más íntimas emociones al periodista, al historiador, al amigo. Trigo logró que aquel mito viviente, que ya estaba por encima de la historia y de los rumores, le abriese la ventana desde su lejana infancia hasta la tórrida madurez de sus principales intervenciones, en la quietud del descanso del guerrero ya encanecido.

El libro es una larga conversación, seguramente de muchos momentos, entre una persona que sabe escuchar y sabe preguntar (condiciones que parecen actualmente olvidadas en el precioso género de la entrevista) y un anciano que fue todo para una nación a lo largo de un siglo, idolatrado y aborrecido, citado y calumniado.

En el prólogo, Eduardo Trigo explica su admiración desde la adolescencia por su paisano Víctor Paz Estenssoro y los sucesivos contactos que les depararon sus respectivas biografías, inclusive cuando Paz lo nombró embajador de su último gobierno.

Ambos comparten ese apego a la campiña, a la madre Tarija, ese escenario común. Seguramente los ceibos y los ventanales de San Luis ayudaron a la fluidez de las charlas. En el diálogo existe franqueza, sencilles, cultura, humor.

Desde el principio, el lector comprende que el autor ha sabido sintetizar y escoger el material para presentar a su entrevistado sin censuras y sin elogios, consciente que ese hombre no deja indiferente a ningún boliviano.

En las más de doscientas páginas encontramos los ríos más profundos de la personalidad del más famoso de los tarijeños. El cuatro veces presidente de Bolivia luce su memoria cuidadosa para contar sobre Tarija al inicio del siglo XX, los orígenes y las preocupaciones de su familia, el ambiente de amor al libro y a la naturaleza y las oportunidades que tuvo para asistir al teatro, ver cine. Confiesa que sus dotes de líder se remontaban a la etapa colegial.

Paz cuenta sobre sus estudios en Oruro, donde su padre fue a trabajar en 1921. No deja de considerar que aquello marcó su vocación: el esplendor de la ciudad minera hace un siglo; la estación ferroviaria que traía migrantes, riquezas y también ideas: la impresionante empresa de Simón Patiño y los obreros, los mineros. Todos son datos que lo persiguieron a lo largo de su vida.

La amistad de sus padres con Hernando Siles y su esposa Luisa Salinas tendría impacto en su futuro político.

Desde joven aparecen espacios ligados con su destino: el trabajo en un banco para sustentar sus estudios jurídicos y a la vez aprender sobre economía; el puesto en la Cámara de Diputados; la cercanía con el Museo Tiahuanacu y el significado de las culturas originarias. Su tío diputado por Tarija Jorge Paz Rojas lo influyó en esas iniciales inquietudes políticas.

Paz Estenssoro le cuenta a Eduardo cómo y por qué el descalabro de los tres años de la guerra del Chaco y lo que sucedía en las ciudades y en las trincheras fue tan vital para toda una generación. Así se forjó la incubadora de la Revolución.

Es reveladora su trayectoria profesional, sobre todo dentro del Estado, como técnico, porque muestra por una parte esa conciencia y capacidad personal y, por otra parte, es un retrato del estado previo a 1952, con sus luces y sombras. Dejo en mis apuntes muchos detalles que seguramente utilizaré en otros escritos pues el material es abundante para los historiadores.

Paz remarca sobre todo aquellos aspectos que parecerían diseñados para tejer su vida: su familia, sus vivencias en diferentes lugares del país y del continente, sus relaciones de amistad y luego políticas, sus intereses profesionales y generacionales, la decisión de hacer una revolución profunda, los sucesos en América Latina que influían en Bolivia y viceversa, las decisiones que tuvo que asumir en momentos durísimos, casi fatales.

Este asunto -repartido en diferentes capítulos del libro, pero sobre todo entre las páginas que resumen la participación política de Paz desde la convención de 1938, el exilio durante el sexenio y la toma del poder- explica por qué él fue elegido el jefe entre una pléyade de intelectuales y militantes de primera línea. Nunca dudó qué hacer.

Él destaca su llegada en un destartalado avión desde Ezeiza hasta El Alto justamente un 15 de abril, fecha cívica tarijeña, cuando él no había cumplido 45 años. El recorrido hacia el Palacio de Gobierno, donde lo esperaba el sillón presidencial, lo hizo en un convertible manejado por Brunilda de Roberts. Es interesante cómo destaca el rol y valor de las mujeres en las misiones revolucionarias.

Es notable que en sus recuerdos deje de lado el rencor, a pesar de que varios de los nombres que aparecen fueron algunos de sus mayores enemigos políticos y personales. No habla mal de Hernán Siles, ni de Juan Lechín, ni de Walter Guevara. Recuerda las virtudes de los fundadores del Movimiento Nacionalista Revolucionario y de los que asumieron las duras tareas de las primeras transformaciones entre 1952 y 1956.

Aparecen listas de los líderes latinoamericanos con los cuales compartió y que seguramente lo admiraban, como admiraban las transformaciones que se realizaban en Bolivia. La proyección internacional fue una preocupación constante desde su juventud.

El libro deja reflexiones sobre las contradicciones básicas de la sociedad y del estado boliviano. Paz Estenssoro subraya la tensión entre el país semi feudal y la nación inconclusa, el poder del super estado minero y las miserias proletarias, categorías que se desvanecen en otros momentos como en 1971 o en 1985.

¿Cómo explicarían Eduardo Trigo y Víctor Paz la actual Bolivia, la agonía republicana, los nuevos apogeos y los recientes actores sociales?

Dejo las respuestas para la consciencia de cada uno de los presentes.