miércoles, 26 de marzo de 2025

LA REPRESION DEL MNR

 

DE LA REPRESIÓN AISLADA A LA REPRESIÓN SISTEMICA EN LOS GOBIERNOS DE LA REVOLUCIÓN NACIONAL

 

LUPE CAJIAS

MARZO 2025

SEMINARIO: GUERRA, VIOLENCIA Y NACIÓN

FACULTAD DE HUMANIDADES, CARRERA DE HISTORIA

UNIVERSIDAD MAYOR DE SAN ANDRÉS

            La violencia política es un ingrediente infaltable en las sociedades, aún en las más pacíficas. Suecia se estremeció cuando su tranquilidad fue perturbada por el asesinato del primer ministro Olof Palme en 1986; el líder socialdemócrata salía de un cine sin escolta, como prefería. La muerte del referente de la defensa de los derechos humanos horrorizó a su país que sintió que con el magnicidio había “perdido la inocencia”. El estado de bienestar mostraba su grieta.

            Mahatma Gandhi había luchado contra el imperialismo inglés durante casi toda su vida. Practicando la desobediencia civil no violenta logró arrinconar a la arrogante monarquía británica. Venció años de persecución y cárcel; a la soledad y al hambre. Sin embargo, un fanático hinduista lo asesinó cuando iba a rezar.

            Son muchos los ejemplos que se pueden citar a lo largo de la historia, más aún en un momento en que el genocidio televisado de los judíos contra los palestinos en Gaza y los territorios ocupados de Cisjordania nos muestra que el horror de la Segunda Guerra Mundial retorna con toda su furia.

            Las naciones de América Latina y del Caribe conocieron los grados de violencia política desde sus inicios. Aunque, la maldad no alcanzó la sofisticación de los estalinistas o de los nazis o del actual ejército israelí. Todavía en el continente no hemos contemplado los horrores de una guerra fratricida como haca pocos años en Bosnia o el exterminio de 800 mil tutsis en Ruanda en 1994.

            El escritor judío austriaco Stefan Zweig alertaba un siglo que la falta de tolerancia hundirá a la humanidad. Muchas de sus biografías son un relato de la ausencia de ese valor que enfrenta a los seres humanos por tierra, por dioses, por ideas, por ambiciones.

            Zweig citaba al teólogo humanista Sebastien Chateillon cuando condenó hace cinco siglos la ejecución de Miguel Servet por los calvinistas en Ginebra. “Matar a un hombre no es defender una doctrina; es matar a un hombre.” No defendieron una doctrina, quemaron a un ser humano, describió Chateillon en su texto. Servet, junto a Giordano Bruno, también incinerado, son mártires universales por la libertad de pensamiento.

            Esta frase acompaña como telón de fondo a esta ponencia.

            Bolivia fue gestada entre la sangre y la muerte y nació en un parto doloroso, como todo alumbramiento. Los enfrentamientos y los asesinatos se sucedieron a lo largo del siglo XIX. En su texto “Las matanzas de Yañez” (1861) Gabriel René Moreno relata los niveles de esa violencia política. Sin embargo, como señala claramente este escritor cruceño, el pueblo no aceptó la represión cobarde, el ajusticiamiento de personas que estaban indefensas en una prisión. Un mes más tarde, una turba anónima vengó a los muertos del Loreto.

            Después los ciudadanos se retiraron a sus domicilios impidiendo así que su acción fuese aprovechada para el beneficio de algún político.

            Jaime Paz Zamora describía al pueblo boliviano como esencialmente tierno, capaz de ser solidario con el perseguido, con el prisionero. Decía que esa ternura salvaba situaciones dramáticas, cuando un carcelero ayudaba a pasar una nota entre las rejas; cuando una comerciante ocultaba a un estudiante desconocido; cuando un empresario asilaba a un sindicalista.

            El fabril comunista Max Toro contaba que el trato de los esbirros bolivianos no pasaba ciertos límites; quizá porque más tarde podrían estar ellos en los bandos vencidos. Una gran diferencia con la actitud de los sicarios argentinos.

            Quizá algunas características de la sociedad boliviana, como los tejidos familiares, vecinales, comunales, se convierten en barreras de un descalabro mayor en tanta historia de golpes de estado y violencia callejera.

            También es posible añadir que la sociedad boliviana es más parecida al formato “tinku”; es decir el enfrentamiento temporal, ineludible y ritualista, que a la opción por la lucha armada o las guerras populares permanentes. No han tenido éxito acá las iniciativas aisladas como si se pudieron desarrollar en Centroamérica, especialmente en Guatemala, país con indicadores demográficos y sociales muy similares a los bolivianos.

            Martha Irurozqui escribió un ensayo (2009), más detallado y profundo que estas pinceladas, sobre la legitimación o la deslegitimación del ejercicio público de la violencia política de gobernados y de gobernantes y de personas y sobre las diferencias entre el militarismo- o sea la potencial acción armada profesional y aceptada- y las protestas civiles.

            Una puede significar “defensa del orden” y la otra revolución, o viceversa.

            En su texto desmenuza el uso de la violencia a lo largo de nuestra historia, particularmente a fines del siglo XIX cuando el país intentaba ingresar a la modernización económica y a la vez vivía intensas luchas civiles.

            También es importante recordar que los nacionalismos son señalados con frecuencia como sementales desbocados de los enfrentamientos más sangrientos en los últimos dos siglos de la historia de la humanidad. El autor cruceño Julio Antelo (2024) reúne autores de varias épocas que analizan estos extremos en su obra: “Alabanza y menosprecio de la libertad y la democracia”.

            Con esas escenografías de fondo, me situaré en algunos momentos de los primeros años de la Revolución Nacionalista boliviana

            El antecedente más importante es la vivencia de los jóvenes de todo el país en las trincheras de el Chaco. Muchas mentalidades fueron transformadas en su visión de país y muchos caracteres cambiaron sus seguridades hogareñas por impulsos apasionados y fanáticos.

            Le experiencia de ver morir y de matar dejó profunda huella en quienes fueron posteriormente actores principales o secundarios de los hechos entre 1935 y 1964, y aún más tarde.

            Igualmente es necesario ubicar estos acontecimientos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial con sus inconmensurables secuelas de muerte y destrucción. La humanidad conoció la furia de la que era capaz para defender creencias, ideas o emociones, aún y a pesar del propio hundimiento. Horrores sumados a los asesinatos masivos, los pogromos y las hambrunas que desde 1917 vivía la población en la Unión Soviética, que superaban la saña zarista.

            René Arce Aguirre en la biografía de Carlos Salinas Aramayo: “Un destino inconcluso” relata los crímenes de Chuspipata en 1944. El asesinato de este hombre de 43 años junto con otros parlamentarios y las otras muertes en la época de Gualberto Villarroel fueron el umbral de lo que se venía. Ninguno de los autores fue procesado y la sociedad, sobre todo paceña, no logró reconciliarse. Tonos lúgubres cayeron en muchos hogares. Decían que los huesos de esos muertos cloquearon por muchos años en las dependencias policiales.

            La respuesta del otro lado fue el magnicidio de Villarroel como una competencia de nuevos arrebatos colectivos. Los cables de las agencias internacionales rebalsaban de asombro al contar lo sucedido. ¿País de salvajes? O era la imitación criolla de la muerte del duce Benito Mussolini meses atrás, como especula Mariano Baptista por los testimonios recogidos.

            ¿De dónde salió la soga? Es una de las interrogantes que repetí ante varios entrevistados para entender cómo pudo pasar lo que pasó. Las respuestas fueron distintas y anecdóticas.

            Hace poco me obsequiaron un álbum de fotos de la guerra civil en Potosí en 1949, evidencia del grado de los odios que estaban desatados. No me animé a publicarlas para no dañar sensibilidades.

            En cambio, con todas sus víctimas, la revolución en abril de 1952 no alcanzó los grados de otras acciones armadas en el continente. Por ejemplo, las biografías de Francisco “Pancho” Villa y los cuentos de Juan Rulfo desmenuzan niveles de crueldad y de venganzas que marcaron con sangre a México hasta nuestros días. Herencia inevitable.

            Los episodios más dramáticos del nacionalismo revolucionario en el poder vendrían después de la victoria de la insurrección popular.

            La creación del Control Político al mando del cochabambino Claudio San Román (formado en represión por el propio FBI) y Adhemar Menacho y el uso de la policía -los carabineros- en la persecución a los opositores fueron las herramientas para sistematizar la represión política como un gran aparato burocrático. El chileno Luis Gayán Contador es el otro nombre que aparece en esta maquinaria. Él mismo torturaba personalmente a los presos.

            Es poco conocido el rol de los comunistas españoles como Francisco Lluch Urbano (oficial republicano), a quienes se atribuye la idea de crear milicias y campos de concentración. Ellos y un oficial llamado Mario Busch habrían tenido la experiencia en la guerra civil española, por una parte y en la Alemania nazi, por la otra. El decreto que creaba los centros de reclusión es de 1953.

            Aunque hubo intentos de investigación parlamentaria en 1965, existe poco material sobre la violación de los derechos humanos durante el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), especialmente en el primer periodo de Víctor Paz Estenssoro (1952-1953). Los libros más conocidos son los de Mario Peñaranda, Fernando Loayza Beltrán, Hernán Landívar.

            Los campos de concentración funcionaron en lugares hostiles, geográfica y humanamente, pues estaban ubicados en el altiplano más frío y en zonas donde la población indígena o los sindicatos eran ampliamente favorables al gobierno. Salvo excepciones de caridad de algunas mujeres o la compasión de algunos dirigentes mineros, el preso no tenía esperanza de recibir ningún apoyo de la población civil de Corocoro, Uncía, Catavi, Curahuara de Carangas.

            Uno de los testimonios más completos y tristes es el escrito por Hernán Barriga Antelo: Laureles de un tirano, publicado en enero de 1965, poco después de la caída del MNR. Barriga relata en primera persona varios ejemplos y las circunstancias que vivieron los retenidos en las dependencias del Control Político, las cárceles y los campos de concentración. No todos eran militantes de Falange Socialista Boliviana; ni siquiera eran políticos. Varios estaban encerrados por algún conflicto con algún vecino que quería apoderarse de sus bienes, o porque eran hijos o padres de falangistas o porque algún jefe de comando quería apoderarse de sus bienes o de su comercio, como le pasó al propio Barriga. Otros eran héroes del Chaco, como Bernardino Bilbao Rioja.

            El esquema comenzaba en el propio Palacio de Gobierno y el primer brazo ejecutor era el Ministerio del interior, que también era de justicia. Federico Fortún Sanjinés es uno de los acusados de organizar los campos de detención y de definir el destino de los presos. Fortún llegó a ser presidente interino, condecorado por el gobierno franquista y en 1986 Paz Estenssoro declaró duelo nacional por su muerte en atención a los “servicios prestados a la nación”.

            El ministerio montó un amplio esquema de escuchas clandestinas; violación de correspondencia; archivos personales con todos los datos familiares, políticos y profesionales de los sospechosos; redes de espionaje con taxistas, peluqueras, lustrabotas, prostitutas; se quemaron redacciones de periódicos clausurados y se quemaron libros.

            Rafael Loayza estuvo encerrado en una celda oscura y solitaria durante tres años. Como sucedió en Argentina con militares reprimidos por el peronismo, el resultado fue que este oficial se convirtió en un represor durante la dictadura.

            Varios de los paramilitares de los años 70 eran hijos que habían visto sacar a sus padres a empellones, golpear a sus madres que los querían defender en medio de la noche, o que iban hasta Curahuara en trenes de carga, caminaban horas para probar suerte si podían ver a su padre, aunque sea desde lejos.

            Durante meses los detenidos eran trasladados de un lugar a otro, siempre con golpes y torturas; casi todos perdían entre 30 a 40 kilos, tenían sus cabellos y sus uñas largas, su piel ennegrecida. Eran obligados a masturbarse en medio del patio, a pesar de su debilidad, delante de los guardias embriagados. Varios se suicidaron. El MNR introducía “buzos” entre los presos para crear un ambiente permanente de sospecha. A varios los obligaron a jurar y a vivar al MNR y a torturar a sus propios camaradas. Los agentes les robaban anillos, relojes.

            Muchos de los exiliados nunca volvieron al país ni dejaron que sus hijos retornen a una patria tan desagradecida, como el caso de Alfonso de la Vega. Decenas de familias quedaron separadas para siempre.

            La tortura psicológica era otro instrumento. Fanny Caballero contaba cómo los agentes entraban a medianoche a su casa, revolvían todo, amenazaban a su madre, le lanzaban piropos obscenos. Al día siguiente le contaban a su padre preso el color del camisón de su mujer y las formas de sus hijitas para enloquecerlo. Él estaba preso solamente por alquilar un departamento en la misma casa donde murió Oscar Unzaga de la Vega.

            A otros presos les hacían escuchar los sonidos de un catre moviéndose rítmicamente haciéndoles creer que en ese cuarto del lado estaba su esposa. O los acosaban con burlas porque la enamorada, después de dos o tres años de espera, salía con otro joven. Un niño registró cómo su abuelo apuntaba con su propia pistola la cabeza de su madre, un mediodía cuando él volvía del colegio. “Antes que la lleven, yo mismo la mato”, decía el caballero.

            Aunque el MNR negaba, el control político alcanzaba a las mujeres en formatos que eran desconocidos. Ellas eran más fáciles de humillar, aún sin tocarlas, con el asedio de otras mujeres conocidas como “barzolas”, o con detalles como obligarlas a orinar y cagar en tarros de lata que quedaban en la celda o a no contar con ningún tipo de paño para disimular los rastros de la menstruación.

            En algunos casos llegaron a los golpes hasta destrozar riñones y pulmones. Un ejemplo famoso fue el de Elena del Carpio, a quien ni siquiera sus propias amigas emenerristas pudieron salvar y que vio a sus padres torturados para obligarla a firmar una declaración. Otra fue Graciela Iturri, prima de Unzaga, quien encaneció en pocos días de detenida; jamás quiso contar qué le pasó; nunca se casó.

            Muchas décadas después, quise entrevistar a una de ellas que aceptó dar testimonio. Cuando acudí a la cita en una casa de Obrajes, su familia me contó que estaba en la clínica. Con solo el recuerdo se había derrumbado y su corazón estaba en peligro. Me pidieron jamás volver.

            Los crímenes en la calle Sucre, en La Paz en 1959, en Terebinto, la presencia de paramilitares de Ucureña en Santa Cruz, las muertes de universitarios son temas que trato en detalle en la biografía de Oscar Unzaga de la Vega “Morir en mi cumpleaños”.

            En 1959, la emboscada y asesinato del movimientista Vicente Álvarez Plata, de 38 años, ex ministro de Asuntos Campesinos y responsable de Reforma Agraria, mostró que la represión podía alcanzar a militantes del partido si caían en desgracia. Existe un folleto sobre el caso. Entrevisté a sus familiares que nunca consiguieron esclarecer los sucesos. Los presuntos asesinos Paulino Quispe Wila Saco y Toribio Salas fueron amnistiados.

            En 1964 cayó el MNR, salieron los presos políticos, la casa de San Román fue incendiada y saqueada. Este oficial del ejército vivió asilado en el Paraguay de Alfredo Stroessner.

            Hubo algún intento de juicios sin resultados de largo plazo. El esquema represivo sobrevivió. Los campos de concentración fueron cerrados, pero se abrieron las llamadas casas de seguridad o se utilizaron cárceles provinciales como Achocalla para detener o desaparecer a los presos.

            En 1982, durante el primer periodo democrático en la historia de Bolivia, la señora Teresa Ormachea de Siles, contaba que uno de los guardaespaldas de su marido era uno de los que antes lo había perseguido y que antes-antes era del partido. Seguramente siguió ahí hasta el fin de sus días.