LAS GALLINAS VISTEN VERDE OLIVO
200723
Cuán triste es mirar a tantos
policías armados de cascotes y matracas, en montón, pegados unos con otros,
soportando el desprecio ciudadano, aferrados a esa reja que da a la avenida 6
de Agosto, temblando ante una anciana que los mira risueña desde la terraza. Es
la dueña de la casa donde los vándalos entraron a la fuerza para destruir las
oficinas, embadurnar los baños, usar la cocina como cantina y sacar documentos
que no son suyos.
Es el momento más bellaco del No
Estado Plurinacional. Su Policía da seguridad a los que entran a la fuerza en
Las Londras, en los fundos, en las siembras, en las sedes sindicales. Tiembla
ante las turbas que defienden a los ladrones de vehículos chilenos, pero se
siente muy enérgica ante los defensores de Derechos Humanos.
Me recuerdan otra escena histórica.
Aquella vez, cuando Luis García Meza y los paramilitares que eran acusados por
las torturas y el asesinato de Marcelo Quiroga Santa Cruz no pudieron resistir
la mirada serena de su viuda, Cristina Trigo. Una mujer delgada, sin
estridencias ni guardaespaldas llegó a la sala del juicio con la más filosa
espada: la valentía. La antigua bailarina obligó a los esbirros a bajar los
ojos, a disimular la mueca. Temblaban al escuchar su palabra, al sentir su
silencio.
Una mujer puede más que mil milicianos. En este nuevo 17 de julio, una anciana
de 84 años burla cada jornada con su entereza al cerco verde oliva azulado para
quitarle su esfuerzo de medio siglo. Cuando Luis Arce Catacora ni se decía
socialista, ni David Choquehuanca era mimado por la cooperación internacional y
Eduardo del Castillo ni había nacido, ella ya estaba metida en este asunto de
defender a los presos políticos, de cualquier signo, de cualquier clase social,
camba o aimara, mujer o trans.
A Amparo Carvajal la conocieron
miles de bolivianos en el barrio marginal del oeste paceño o en algún patio
carcelario. Con su terquedad se sentaba a esperar horas y horas alguna
audiencia para pedir la liberación de algún chico, para hacer llegar una carta,
para conseguir la medicina. Era tanta su convicción, ayunaba y ni dormía hasta
lograr su misión.
Andaba de zapato plano, sin medias,
con saquito de lanilla en el invierno del 72 o bajo la canícula del 74 o
durante la larga agonía del 80 al 82. Fue la intermediaria para seguir la pista
del robo de Carlita Rutilo, la hija de Graciela y Lucas que terminó adoptada
ilegalmente por el asesino de su madre, el represor argentino Ruffo. Esas
historias las ignoran las huestes del socialismo caviar porque nunca estuvieron
en esas batallas por la vida y la dignidad de los seres humanos.
Se desgarran las vestiduras cuando nombran a Luis Espinal o a Domitila
Chungara, pero son incapaces de reconocer la legitimidad de la Asamblea de
Derechos Humanos que los albergó.
En la decrepitud sin fondo del No
Estado Plurinacional, los asaltos se llaman “problema entre privados”. Los
ladrones se amparan bajo el ala de la tropa policial. Los policías disputan la
carga a los narcotraficantes. Las patrullas bloquean la avenida Costanera para
hacer sus piruetas, sin importar que el resto de los ciudadanos tengan que ir a
trabajar y los niños a estudiar.
A diferencia del 80, la cobardía es contagiosa. Hace 43 años, el representante
de la Unesco ayudó a esconder el mural de Alandia Pantoja, los embajadores de
países democráticos acogieron a los perseguidos, el nuncio papal se preocupó
por la salud de Lidia, otra mujer agredida. Ahora hay más silencio que
indignación y más cálculos que sentimientos.