viernes, 13 de enero de 2017

EN EL HAMMAM

            Desde que llegué a la edad consciente amé los rituales con agua, las fuentes y tinajas, las formas infinitas de darse un baño con agua clara, las espumas, los perfumes, los aceites de semillas, los inciensos y jabones, las pulpas de frutas tropicales.
            Quizá mi herencia marroquí me hizo soñar desde niña con las historias de esas mujeres lavadas con agua de rosas, clara, tibia y perfumada y las toallas de muselina blanca. Muchos son los pintores, sobre todo impresionistas, cautivados por los baños de las mujeres y sus cuerpos mojados. Hay demasiados ejemplos.
            El ritual del aseo, de la limpieza, aparece en las culturas con diferentes intensidades y su sofisticación está ligada al desarrollo económico, a la concentración urbana. A lo largo de los años asistí a diferentes formatos, casi siempre relacionados con la limpia espiritual. Los masajes mayas en la costa mexicana, la sala de piscinas doradas en la campiña coreana, el pasaje híbrido en una casa china, el spa de los moros en Granada, el sauna en plena nevada muniquesa, los manantiales en el Parque Tairona.
            De todo lo que existe, nada se iguala con el hammam de los turcos. Cuenta la escritora turco francesa Kenizé Mourand, hija de princesa y de rajá, su experiencia en el  libro autobiográfico “De parte de la Princesa Muerta”, cuando su abuela la Annedjim Hatitjé Sultana organizó una cita en el hammam del palacio de Ortakoy.
            Así como las inglesas se reúnen a tomar té, las turcas se reúnen para compartir un baño. Son recibidas en el vestíbulo con una lluvia de pétalos de rosas. “Tras quitarles sus charchafs, las kalfas las conducen a los tocadores adornados con espejos y flores. Una esclava les trenza los cabellos con largas cintas de oro o plata y se las sube en espirales sobre la cabeza, luego las envuelven en un pestemal, gran toalla de baño finamente bordada y las calzan con coturnos incrustados de nácar”.
            Luego entran al salón circular para disfrutar el café al cardamomo que las árabes toman para resistir los grandes calores. Después pasan a las salas de vapor donde las esclavas las bañan, las masajean, depilan y perfuman de pies a cabeza. Todo es de mármol blanco hasta salir a la piscina de agua fresca y de ahí a tenderse en la sala de reposo, llena de flores, donde disfrutan bebidas de violetas. “Tendidas voluptuosamente saborean sus sorbetes”.
             “En medio de esta atmósfera de refinada sensualidad hasta las más feas se sienten deseables. En aquella intimidad, la naturaleza oriental, generosa, propicia al placer, libre de prejuicios como de culpabilidad, rompe las barreras de un decoro. Entre estas mujeres abandonadas a sus cuerpos, atentas a su bienestar, hay una feliz complicidad hecha tanto de erotismo como de complicidad infantil”. Se tocan, se acarician levemente y se ríen de las mujeres europeas.
            El hammam está relacionado con el esoterismo. Uno de los maestros del Cuarto Camino George Gurdjief escribe sobre la necesidad de disfrutar esos baños dentro del trabajo interno con uno mismo. Cuenta en su texto “Relatos de Belzebú a su nieto” que estos locales fueron inventados por un asiático en tiempos antiguos.
            La importancia de la respiración no es un proceso sólo nasal sino a través de la piel y en el baño turco se elimina lo que no sirve y se recibe lo que nutre. El invento de la vestimenta obstaculizó el proceso natural y por eso Amambaklutre se fijó en que la acumulación de grasas en la piel causaba muchas enfermedades. La asistencia regular al hammam ayuda al equilibrio.
            Gurdjieff relaciona la eliminación de esa grasa de los poros en el cuerpo con la limpieza más profunda de todo el ser y por ello para comunidades espirituales es vital asistir al hammam (él instaló uno en su escuela en Francia). En cambio, los europeos despiden un tufillo por no asistir a esos locales (escribe en 1930) y lamenta que inclusive alienten su clausura en sus colonias porque lo consideran “indecente”.
            El hammam es un lugar que todos deberíamos disfrutar. En Estambul hay algunos de estos sitios que datan de 1450 y conservan la misma estructura aunque regularmente se renuevan cañerías y se modernizan las comodidades. En casi todos hay un horario para mujeres y otro para hombres.
            Prefiero un hammam que aún funciona en la construcción complementaria a la mezquita azul. Antiguamente, las esclavas o doncellas y hasta algún eunuco se especializaban en bañar a las sultanas y sus amigas o parientes. Actualmente, hay un personal calificado y hay que reservar hora porque una kalfa estará encargada de todo el ritual. En algunos casos, las amigas intercambian roles y una baña a la otra y viceversas, en un juego casi erótico, lleno de risitas y murmullos, que se da donde existen comunidades turcas.
            El hammam tiene la misma forma de una mezquita y la luz y el aire entran por aperturas en la parte altísima del techo, en forma de estrellas, técnica que permite circular al aire y da luminosidad sin requerir vidrios ni cerrojos.
            La puerta está abierta. Nadie toca timbre o golpea porque desde el umbral se respeta el silencio y el misterio. Cada cual sabe su hora y su turno. Entro al vestíbulo, donde en voz baja me entrega el pestemal color marfil, una tanga desechable, suaves sandalias y me indica el rincón con casilleros. Mientras hago un primer contacto visual con las otras visitas, sin hablar, compartiendo un té de naranja y jengibre.
            La muchacha que funciona como mi kalfa (antigua dama de honor en el palacio) se inclina con respeto y me guía hasta un patio. Me pone en cuchillas mientras me lanza chorros de agua helada, luego tibia, fría, otra vez helada, calentita, sin dejarme ni suspirar. Me sorprende cómo siempre empieza por los pies y así mantengo la temperatura adecuada.
            Después paso a la sala del vapor donde una gran piedra de mármol, octagonal, recibe los cuerpos de todas, desnudas, mojadas, sin frío, sin calor, frescas. Cada tanto vuelve la kalfa para invitarme una limonada helada. Sin darme cuenta, mi cuerpo suda, sin sentir el sofoco del sauna. La piel se abre. Contemplo a mis compañeras, me maravillo de la perfección de sus formas, bromeo conmigo misma: “con razón se esconden detrás de tantos velos”. El tono de sus vientres es dorado, senos perfectos y pezones muy oscuros. Unas tienen ojos negros pero otras lucen ojos muy claros. Y los cabellos… mejor dicho las cabelleras…. Hermosísimas, caobas, negras, largas, atadas con su mismo cabello o con horquillas coloridas, o sueltas, salpicando agua.
            Me siento en un ambiente sensual y pulcro, de cuerpos expuestos sin grosería ni maldad. La muchacha me invita a pasar a un poyo de piedra y otra vez me sienta de cuclillas. Recién me doy cuenta que sudo a borbotones. Me pregunta si me siento bien, le dijo que estoy bien y feliz. Comienza a exfoliarme desde los pequeños dedos de cada pie, con una esponja de mar mientras los sistemas del agua que fluye constantemente se llevan mis escamas. Me asombro, se ríe, es “normal” me consuela. Siento que por primera vez limpio mi cuerpo.
            Sigue frotándome. Me sorprende no sentir frío ni calor, aunque estoy sobre una piedra y en una postura que en otro momento sería incómoda. Me toma la cabeza y la revuelve. Sus duras manos no me hacen daño. Después frota con jabón de lavanda un delgado tul y así produce mucha espuma que cae poco a poco sobre mi cuerpo llevándose los restos de las escamas.
            Muchas veces frota el jabón en su tul y me lo pasa por la cabeza, los hombros, la espalda, las piernas. Siento una calidez extraña. Agarra mi cabello y lo frota con otro líquido aromático, no con cuidado, casi con torpeza, apretando grandes porciones de mechones. Lo enjuaga con agua helada. Al final pasa algo suave por mi cara. Estamos listas, me dice, mientras me envuelve en otro pestemal, esta vez color malva.
            Me toco los brazos sin poder acreditar en la suavidad de mi piel ya sexagenaria. Paso a un saloncito donde me orea con otra toalla el cabello y me invita al descanso. Vuelvo al vestíbulo donde me espera un largo diván de fina seda verde mar con almohadones y cojines de tonos claros para apoyar mi cabeza, mis brazos, los pies. Recuerdo la imagen de la Odalisca en el Museo de París.
            En silencio comparto un té caliente, con algo de canela y clavo de olor. Puedo quedarme el rato que desee, me informan.
            Duermo un poco, divisando el cielo azul que se asoma por las estrellas de la bóveda, allá en lo alto. Imagino cómo estará el bello Bósforo, el Puente de Gálata a esta hora.
            Al final paso al masaje con los aceites perfumados. Esta vez es un hombre, blanco y de pelo negrísimo, el encargado de recorrer todo mi cuerpo con sus pulgares para reventar los últimos grumos que aparecen por mis venas, no sé ni desde cuándo. Frota la cabeza para ahuyentar recuerdos negativos y me dejar dormitar otro poco.
            Al salir no puedo creer cómo floto. Me voy a rezar a la mezquita, detrás del sitio reservado a las mujeres. Miro los arabescos, tantos mosaicos perfectamente trabajados, me siento en la alfombra sin zapatos. Siento a mis antepasados.
            Entiendo ahora por qué ellos aman su hammam y por qué aquellos lo prohibieron.