Hace un siglo, en diciembre de 1916,
moría el santón Rasputín, inseparable figura del ocaso del imperio zarista y el
desenlace de la Revolución de Octubre que en 1917 conmemorará cien años de la mayor
utopía y de la mayor frustración de la humanidad en búsqueda de pan y libertad,
libertad y pan.
Gregori Yefinovich (1889?), conocido
como Rasputín, un monje curandero, ingresó por azar al palacio real ruso, donde
consiguió aliviar la hemofilia que padecía Alexis, el único hijo varón del zar
Nicolás II y de la sensible zarina Alexandra. A partir de ese hecho y de embobar
a la familia real con mensajes esotéricos, logró manejar al soberano.
Mucho se ha escrito sobre su
capacidad de dominar a las personas a través de un discurso seudo místico, con
los argumentos de la época que hoy podríamos traducir como ensayos populistas
típicos de las mentes emocionales y poco racionales. Conseguía lo que quería
porque combinaba con astucia el temor a perder los beneficios del poder y las
sesiones de hipnotismo.
Rasputín era de la secta flagelante
e invocaba a Dios al mismo tiempo que organizaba exuberantes orgías que harían
palidecer a los libertinos franceses. Al punto que entre las leyendas que se
publican sobre él hay varias sobre sus hormonas y su miembro viril, del que se
dice que se conserva como reliquia en un museo moscovita.
Para describirlo sus biógrafos
emplean muchos adjetivos: dictador diabólico, despiadado, feroz, cómo el hijo
de campesinos analfabetos logró influir en el poderoso imperio de los Romanov.
La aristocracia veía con recelo su capacidad de convicción y un grupo organizó
su muerte, al mando del Príncipe Yosupov. Fue necesario dosis de cianuro para
matar a un caballo, balas y dejarlo helarse en el río Neva para que muera.
Un siglo después otros rasputines
aparecen en la escena de la política moderna, usando los mismos trucos:
mesianismo para que el jefe se crea un predestinado; la amenaza y el obsequio
para controlar a las masas; el miedo a la pérdida del poder y a la muerte; el
discurso apocalíptico.
El caso más notable es de la
rasputina surcoreana Choi Soon-sil, quien logró tener tanta influencia en la
Presidenta Park Geun-hye que provocó su caída en medio del lodo de la corrupción
millonaria y escándalos en las empresas públicas.
Choi es hija del fundador de la
secta “Iglesia de la vida eterna” y convenció a la mandataria que ella era una
semidiosa por encima de las leyes que rigen al resto de los mortales. Unió sus
ambiciones con discursos chamanísticos. Los especialistas describen como una
especia de “teocracia” los últimos años del gobierno coreano. Finalmente el
pueblo las expulsó a las dos.