Puedo decir: “volver a las minas, después de vivir un siglo, es como descifrar signos sin ser sabio competente”. O también puedo decir: “ay país, país, país”. Es todo tan inmenso, tan inconmensurable; tan infinito y al mismo tiempo tan incomprensible. Al inicio del mes estaba en el Norte con su selva y ríos caudalosos. Este 28 de agosto, camino por el páramo, piso el barro ácido de la copajira. La vista se pierde en el horizonte quemado por el sol.
Volver a
las minas después de la pandemia. Volver después de tantas idas y venidas,
desde la primera experiencia de llegar a la historia más profunda y dolorosa de
Bolivia y la emoción de ver salir de Cancañiri a la primera punta. Esos hombres
únicos que reían con las bromas típicas de los mineros, chistes sobre la vida,
la muerte que se enfrenta a diario, las hembras. Esas mujeres, madres, esposas,
hijas que llegaban con el avío, la sajahora o el almuerzo para que sus
hombres retornen al centro de la tierra, doblen, tripliquen la jornada de ocho
horas.
Escogí
la fecha para una nostalgia personal. La memoria de la Marcha por la Vida que
empezó el 21 de agosto de 1986. Me uní a ella cuando miles de guardatojos
llenaban Sica Sica. Dejé por primera vez a mi guagüita de ocho meses. Llegué en
un bus llevando Mentisan, abarcas y chocolate. Bajó una viejita delgada y
pequeña. En la plaza del pueblo abrió su botiquín, se arrodilló y limpió las
ampollas de los pies de los caminantes. Esa fue la primera escena bíblica que
me tocó presenciar y que días después publiqué en un intenso artículo.
Me tocó
unirme al grupo de Colquiri, que me adoptó con cariño y alegría. Al amanecer,
la marcha reanudó su recorrido presidido por un hombre que cargaba una cruz,
las mineras embarazadas, los niños. El compromiso era preparar el chocolate
caliente, pero los militares nos apresaron junto al Padre Gustavo, al dirigente
del magisterio Daniel Angulo y una muchacha que ya sentía los dolores del
parto. Una historia aparte.
Al
amanecer del 28, el gobierno de Víctor Paz Estenssoro envió aviones y soldados
para frenar a los mineros antes de su llegada a La Paz, que se anunciaba
apoteósica. La intervención de la Iglesia Católica, de Monseñor Jorge Manrique,
evitó una nueva masacre de mineros. Simón Reyes, Filemón Escóbar y otros
dirigentes cargaron la dura tarea de negociar.
El
doloroso retorno en los buses de EMTA, en camiones, sobre los techos. ¡Adiós,
adiós, adiós! Terminaba la centralidad minera que había articulado la historia
de Bolivia a lo largo del siglo y, sobre todo, la gloriosa biografía del
proletariado boliviano.
Las
siguientes visitas a San José, Huanuni, Siglo XX-Catavi, Potosí, las minas del
sur, Tupiza, a lo largo de estas décadas tuvieron signos contradictorios: la
crisis del estaño, el éxodo; más tarde, la conversión de los campamentos en
ciudades abigarradas; el auge de los precios de los minerales con el dinero
desbordando en vehículos de lujo y cantinas; los nuevos barrios con comunarios
que abandonan sus tierras; las cooperativas grandes, pequeñas, diminutas, con
sus rudimentarios métodos de explotación y con sus nuevos esfuerzos -una
decisión reciente- de alianzas con la población civil para enfrentar la
contaminación acumulada por siglos.
Un dato
de los tiempos: las antiguas palliris convertidas en socias de las cooperativas
mineras. Mujeres jóvenes, madres solteras, viudas, abuelas que ahora ingresan
también al interior mina, con su coca para pijchear frente al Tío,
cuadrillas que incluyen perforistas. Estremece verlas con cascos, el rostro
gris del hollín cotidiano, los guantes gastados; la resignación, porque conocen
la fatalidad de la silicosis y también el descenso de la matriz porque cargan
las bolsas de piedras brillando con zinc, plomo o estaño, igual que los
varones.
Volver a
las minas y recordar el 86. ¿Qué pudo haber cambiado si los mineros ingresaban
esa vez a La Paz, igual que el 52 -cuando definieron un golpe de estado en una
revolución-, o el 71, o el 84? Dialogamos con los compañeros periodistas en
Radio Pío XII. Siento un Déja Vu, intenso, muy intenso, de muchos episodios ahí
vividos. El Padre Roberto rememora la hazaña del 80 cuando recorrió las redes
de socavones entre Siglo XX y socavón Patiño en Uncía, por siete kilómetros
multiplicados por cuatro, para rescatar los cadáveres de los muertos, para
impedir otra masacre como el 23, el 42, el 65, el 67, el 75, el 76. ¿Quién
sería ese militar que quería entrar matando a los trabajadores para obligarlos
a romper la huelga contra el narco golpe de las FF.AA.?
Félix,
María, Lupe, recordamos éste o aquel momento, los nombres de los héroes
proletarios, las escenas con gente anónima, los muchos muertos por bala, por
accidentes en la mina, botando los pulmones a pedazos. ¿Y después qué? ¿Por
qué? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Qué destino de Sísifo ha marcado para siempre a
Bolivia?
Recordar
también las otras marchas de agosto. La que salió de San Ignacio de Moxos en
1990 consiguió sus objetivos, burlados desde el 2006. La del TIPNIS del 2011,
reprimida en Chaparina por Evo Morales que se presentaba como indígena, por el
que se representaba como defensor de los Derechos Humanos Sacha Llorenti, por
los que se decían seguidores de Ernesto Guevara como Alfredo Rada.
Nada
Cambia. Algunas siglas, algunos nombres, algunos escenarios.
Los
mineros bolivianos siguen muriendo por las mismas causas que se llevaron
temprano a sus padres, a sus abuelos, a sus bisabuelos, a sus antepasados.