“¡Qué se divierta, bienvenida a
Reyes!” Palabras de un desconocido que marcan hospitalidad del pueblo beniano,
territorio añorado desde la infancia cuando tío Adolfo Rodríguez Castedo
llegaba desde esa selva misteriosa y nos contaba de tigres y de nísperos que
desde el páramo era difícil imaginar.
Aunque visité varias veces la
capital de la provincia Ballivián del Beni, por primera vez gocé la fiesta
patronal de los Santos Reyes. Por razones climatológicas el viaje se suspendió
en otras ocasiones. Antes zapateé en el otro extremo de la nación, en Tupiza,
Potosí, donde en la vera del río, en Remedios, también se festejan a los
misteriosos magos llegados de Oriente con coplas y cabalgatas.
La riqueza de Bolivia no está en sus
formaciones políticas, ni siquiera en ese hondo amor por la libertad que
expresan sus habitantes. La gran herencia de nuestros ancestros es habitar un
territorio que abarca desde los nevados cercanos al cielo hasta las llanuras
cubiertas por tupida floresta y crear, desde cada paisaje, versiones diversas
sobre la divinidad, el festejo, el placer, la música, los bailes.
Insisto en que el periodismo
tradicional, más aún en estas épocas, debería gastar sus mayores esfuerzos para
difundir la diversidad cultural que nos coloca en el primer sitial del
continente. Sobre todo, porque son auténticas expresiones de pueblos
originarios entreverados con forasteros que llegaban más allá del río y con los
españoles de diferentes regiones.
Durante un mes, los reyesanos
preparan su aniversario. Fue fundada el 6 de enero de 1706 por el jesuita Fernández
a orillas del río Beni. Comparte la misma provincia con otras localidades
emblemáticas de la región: Rurrenabaque, San Borja y Santa Rosa y está
relacionada con la cultura maropa, tacana, trinitaria y cavineña. Es famosa su
agua dulce, su producción pecuaria, su ganadería.
Sin la dinámica ni el cosmopolitismo
que acompaña al turismo en Rurrenabaque, mantiene la placidez de las estampas
descritas por Lola Sierra de Méndez y el pueblo sólo se llena en los días
festivos de enero. Hay festivales deportivos y culturales, el palo encebado y jocheo
de toros.
La víspera, Gaspar, Melchor y
Baltazar salen del templo representados por notables del lugar y se trasladan
hasta el barrio de los Santos Reyes, donde los esperan las agrupaciones para
ingresar a la plaza principal. La entrada folklórica es muy diferente a las
andinas. No es una exhibición de dinero sino de fe y devoción, austera y
alegre, sin alcohol y con el rezo para los visitantes del Niño Jesús nacido en
Belén. Tañen las centenarias campanas, suenan los cohetillos y brillan florecillas
que lanzan a su paso.
Abren paso los macheteros y las
abadesas combinadas con autoridades, caciques, jóvenes, niños y la música de
tamboril y pinquillo, no de bronces y bombos. Siguen grupos de danzantes
lugareños, ensayando coreografías para lucir el tipoy colorido y los sombreros
de sao bien trenzados. Se juntan “gentes de cien mil raleas”, como canta
Serrat, de diferentes tonos de piel y de distintas extracciones sociales. El
baile une.
Al final, centenas de jinetes,
muchas mujeres, varios niños, algunos padres con sus pequeños, cierran la tarde
calurosa con el desfile de caballos engalanados.
Una experiencia que muestra que la
patria está por encima de las diferencias.