Junto a la española boliviana Nazaria
Ignacia, fue canonizado el salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980,
dos días después que Luis Espinal, mientras elevaba la hostia en el púlpito,
donde había vuelto a rogar para que los militares dejen de reprimir a su
pueblo.
Nazaria y Oscar representan dos
formas de ejercer la convicción cristiana, la profunda fe en una divinidad y en
un mandato de servicio a los demás, de opción por los más pobres y vulnerables.
Ahora que tanto barro se echa sobre la Iglesia Católica por los desvíos
imperdonables de muchos de sus miembros, hay que recordar también a los otros
millares de religiosas y religiosos que entregan su vida día a día, y también
su muerte, para atender a huérfanos, a enfermos terminales, a enfermos
mentales, a mendigos. Ahí donde ni llega el Estado, hay una vocación al
servicio del prójimo.
La amable misionera no padeció la
persecución política. En cambio, Oscar tuvo que lidiar desde sus diferentes
ocupaciones con el poder de las 14 familias dueñas de El Salvador y, desde los
años 70, con la creciente represión a sus religiosos y obispos. Su muerte
desató la larga guerra civil con más de 100.000 muertos.
Desde los años 60, la Iglesia del Concilio
Vaticano II, de Medellín y de Puebla había subrayado su labor pastoral luchando
codo a codo con campesinos, obreros y desposeídos para cambiar el estado
injusto de la sociedad. Podemos recorrer el continente americano de punta a
punta y encontrar curas y monjas estadounidenses, canadienses, mexicanos,
centroamericanos, sudamericanos y muchos españoles trabajando en las
comunidades eclesiásticas de base, en las parroquias de villas miseria, en los
pueblos más aislados.
Era la misma época del surgimiento
de las guerrillas inspiradas en Cuba y muchos caminos de ejércitos populares se
cruzaban con los mismos objetivos que los religiosos. Camilo Torres cayó en Colombia
por los años en que Ernesto Cardenal fundaba la colonia en Solentiname. En
Bolivia, 99 sacerdotes y monjas firmaron el famoso manifiesto de 1973
denunciando a la dictadura de Hugo Banzer. ¡Qué tiempos aquellos!, ¡cuánto
compromiso y cuántos sueños! Ahora, la memoria oficial borra esas historias.
Las tropas acusaban a los párrocos
de comunistas y comenzaron a ingresar a los conventos, a torturar y violar a
monjas, a matar o a desaparecer a laicos.
Romero denunció todo aquello con voz
firme y constante, más aún cuando asesinaron al combativo Padre Rutillo. Además, el Vaticano de Juan Pablo II también
lo veía a él y a otros curas como peligrosos; oponían la Teología de la
Reconciliación a la Teología de la Liberación.
Su cabeza tenía precio; ya se sabía
que los paramilitares bajo el mando de Roberto D’Aubinsson estaban dispuestos a
matarlo. Pero no se calló.
Fue acribillado y la multitud que
siguió su entierro también fue baleada en la plaza de la Catedral. Durante
años, la oligarquía protegió a los asesinos e intentó diluir la figura de
Monseñor. Para los pobres, él ya fue santo desde siempre.
Hoy, su tumba está en una zona roja.
Es difícil caminar hasta la plaza. Después de tanta sangre, los pobres siguen
igual en Centroamérica. Lo peor, la izquierda en el poder resultó más corrupta
que los antiguos fascistas. También sanguinaria, como Daniel Ortega en
Nicaragua.