Salía la luna redonda al este de la
capilla y se hundían en el horizonte las constelaciones de Leo y de Virgo,
mientras llegaban al amplio patio de la vieja casona de Yotala decenas de
rostros de artistas y amigos que alguna vez acompañaron al Teatro de los Andes.
“Es fantástico, sigue la magia, no
sé cómo lo logran”, comentó el actor y gestor cultural Marcelo Alcón,
desembarcado de Santa Cruz de la Sierra junto al escultor Juan Bustillo, al
arquitecto César Morón y a Piotr Nawrot, entre otros que desde los llanos
dijeron: “¡presente!”
Ya en la noche anterior se alojaban
en la antigua hacienda Lourdes, al ingreso del pueblo, la consagrada artista y
maestra Marta Monzón, el actor Sergio Alabi, Mabel Franco, crítica de artes
escénicas y actual directora del Teatro Municipal Alberto Saavedra Pérez de La
Paz. Conversaban la plana mayor de “Correo del Sur” y de Radio La Plata con la
familia Campos, semillero de artistas, además de amigos de Cochabamba y algunos
extranjeros.
Estaban los vecinos del pueblo, la
antigua cocinera, el hortelano y sus parientes, las guaguas ya adolescentes.
Exquisitos anfitriones Luchas Achiro, Gonzalo Callejas y Alice Guimarães y sus
familiares que dieron tiempo a todos, la bienvenida cálida, el cafecito, un pan
con palta, las frutas de temporada y al cierre la estupenda cena con lechoncito
al horno como gustaba a Gianpaolo Nalli.
El motivo de la cita era para
homenajearlo, para que todos recuerden sus 25 años como responsable de la
administración del teatro. Como escribimos en 1995, él fue el Sancho escondido
que permitió que los demás salgan a escena a recibir los aplausos.
Era mucha su ausencia y muchos lo
recordaron en diferentes momentos, en diferentes espacios, como el gestor, el
amigo, el comelón, el cómplice, el siempre presente, casi un padre, casi un
abuelo. Lo recordaron cantando tonadas del norte potosino, a la Chavela Vargas,
los bailecitos yotaleños.
Eran muchos los ausentes, se los
sentía en las charlas, en las añoranzas y al ver en el horizonte las nuevas
casas, los recientes inquilinos, las ventanas cerradas.
MUCHOS
OTOÑOS
La mayoría de las personas e
instituciones cumplen años, los adultos mayores cumplen inviernos; pasar un
invierno es tener una oportunidad más sobre la tierra.
El Teatro Los Andes cumple otoños.
Cada otoño parece llevarse hojas y ramas desde su fundación en agosto de 1991,
el mes de los vientos. Primero la muchacha, la mitad de los dos que reunieron
ahorros para venir a crear un elenco en una comunidad andina, lejos de la
Europa envejecida. Después el español que sólo apareció en “Colón”; más tarde
el italiano que hacía de cura y cantaba hermoso; las chicas bolivianas que
dieron vida a las reinas de belleza; los muchos collas y argentinos que
asistieron a los talleres.
Se fue la rama más hermosa, nacida
en Ferrara, la de voz dulce y temperamento troyano y con ella parecieron
quebrarse todos los nidos colgados en las nervaduras ya heridas.
Se fue el director y pareció un
huracán, volaban hojas y hojitas, los verdes serenos de las huertas consumidos
por el vendaval, agotados.
Sin embargo, como podría recordar
César Vallejo, ay el árbol siguió de pie y siguió floreciendo, cada primavera,
cada verano con nuevas flores y nuevos frutos.
Hace poco pareció que las raíces se
levantaban arrancadas por la guadaña que no respeta tiempos ni esfuerzos. Murió
la sabia que las nutría, la sombra y el descanso, la pascana de las turbulencias
más violentas.
Alguien despistado podría creer en
la caída final del cedro bajo el hacha mortal de los hombres o bajo la
motosierra de los bancos.
Y ahí está que el capullo
portuespañol, la serena Alice/Palas Atenea, es más resistente que las especies
nativas y mantiene el frente interno. Ahí está el músico que canta y toca su
amado charanguito y sigue caminante, desde El Alto a Varsovia, ida y vuelta.
Sobre todo, ahí está la profunda
raíz que dio y da sentido al Teatro Los Andes, aquel minotauro que, de
guitarrero y bailarín, de escenógrafo y carpintero, de actor y comediante se ha
convertido en una bestia.
Porque sólo una bestia como Gonzalo
Calleja puede simplificar y significar el acta de nacimiento del elenco de
Yotala y ser a la vez el presente y el futuro. Es la raíz profunda porque no se
representa a si mismo sino a una historia, de acá y más allá de los mares, la
que unió la frescura de la campiña pueblerina con las sofisticadas técnicas de
la escena nórdica y centroeuropea.
La
OBRA
“El
Buen Morir” representa todo ello y todas las historias de todos nosotros.
Representa la muerte decadente y atrevida, pero sobre todo representa al amor
en todas sus estancias.
Conmueve
porque no dice nada de Gianpaolo Nalli, a quien está dedicada, pero a la vez
dice todo en un pentagrama tan hundido que la conmoción en la sala no podía ser
otra que espectadores con la respiración contenida y los llantos brotados.
Cada
abrazo de los amantes es el abrazo de la humanidad, filial, hermanado, amoroso,
cansado.
Quizá
los textos, a pesar de las voces colectivas y de los matices poéticos, sean los
menos pulcros en el transcurrir de la hora que dura el espectáculo; hasta
innecesariamente confusos, en un escenario prolijo y con dos actores que han
encontrado su perfecta madurez, la más duradera. El desorden del tiempo
cronológico es la columna vertebral narrativa.
La gran diferencia del teatro
boliviano es el manejo impecable de los silencios. Comentaba un afamado actor
local que después de asistir a la función sintió que no era ya posible llegar
al nivel del Teatro de los Andes. Esos actores están fuera del alcance de la
escena boliviana.
Verla para sentirla, para llorarla.