Evo Morales Ayma fue el boliviano
más reconocido en el exterior, más que Simón Patiño, más que Víctor Paz
Estenssoro. Por años, se escuchó en ciudades dispersas en el mundo algún
comentario sobre él, casi siempre con admiración. En América Latina lo vieron
como una esperanza, aquel que reivindicaría siglos de opresión.
Muchos mandatarios quisieron conocerlo
cuando participó por primera vez en la Asamblea de Naciones Unidas, los
corresponsales se disputaban una entrevista con él, decenas lo fotografiaban y
se sucedían biografías escritas o filmadas.
Internamente, había construido su
liderazgo desde el escalón más débil, desde lo rural hasta la capital, desde la
coca hasta el gas. Más de una vez repetí que su propia vida lo rodeaba de
leyenda: la familia aimara expulsada al trópico, por hambre y sequía; el
migrante zafrero en el norte argentino; el heladero y trompetista; el guía
valiente de las protestas de su gremio.
De hecho, desde los años noventa no
aparece ninguna figura política con su vigor y capacidad de trabajo. Los
dirigentes de la oposición, casi todos perdedores en lides electorales, no le hacen
sombra. Morales tiene una gran vocación de poder, de emprendimiento, de riesgo,
de coraje y es capaz de pasar y de pisar, sin medir las consecuencias ni la
legalidad de sus actos. Así lo quieren demasiados bolivianos.
Sin embargo, desde que aceptó una
candidatura inconstitucional en 2015- ya ensombrecida desde la “interpretación”
para habilitarlo el 2010 y el episodio TIPNIS- aquel torrente impresionante, no
ha parado de caer y caer y caer, esparcido en gotas sueltas que desdibujan para
la Historia todo lo que fue, lo que pudo ser.
Desde hace un lustro es un nuevo
Prisionero de Palacio, rodeado de personajes que saben que sin aferrarse a su
casaca- sin chuparle las tetillas- no son nada y no serán nada fuera del poder
efímero. Cantos de sirena que no frenaron su ilegal candidatura y llenaron desde
“el dedazo” las listas parlamentarias con figuras opacas, listas para el
aplauso, duras para la reflexión.
Anécdotas de maltratos, de pequeños
y grandes abusos fueron desgastando la imagen del que quería ser como el Ché,
del que era presentado como un Hombre Nuevo, como el indígena que era la
reserva moral de la nación. El caso Zapata lo desnudó en su debilidad y cada
defensa de sus adláteres no hizo más que embarrar más su imagen. El
desconocimiento del NO a su reelección desnudó al político; era otro ambicioso
más.
El costo mayor está afuera, no sólo
para él sino para Bolivia. Él fue el 2006 su mejor embajador y él es ahora su
peor diplomático. Cancilleres ignorantes de lo que son y por qué son como son
las relaciones exteriores afearon los esfuerzos nacionales. Por una lealtad mal
entendida, más ideológica que patriótica, prefirió defender a los ensangrentados
Nicolás Maduro y Daniel Ortega, olvidó la buena vecindad y a los aliados
naturales de Bolivia. Diego Pari votó a favor de los dictadores y de los
masacradores en foros internacionales y eso no se olvida.
La factura es altísima.
Morales tiene aún una puerta para no
salir por la ventana: anunciar que no será candidato el 2019 y que respetará la
voluntad popular del 21 de febrero de 2016. Así como Bolivia deberá acatar el
fallo de la Corte de La Haya con humildad y sin pretextos.