Contemplo incrédula, desde la
esquina al ingresar a El Alto la cantidad de personas con sobre peso, ¡con mucho
sobre peso!: chicas con cintura 90cm; adultas con cuerpo de tonel; hombres
gordísimos que se mueven con dificultad; niños rellenos que comen papas fritas
mientras esperan el minibús.
Ahí, donde los índices de Desarrollo
Humano siguen por debajo de los promedios regionales, parecería que la gente
está harta de comer, que sobran platos y bebidas.
No es diferente el panorama en el
Aeropuerto de Santa Cruz, donde las tallas XXX parecen dominar, entre los que
caminan hacia arriba, entre los que esperan pasajeros, entre los taxistas.
Ahí donde el cuidado del cuerpo
parece ser una “marca región”, hay más obesos que personas delgadas. Las fotos
de “magníficas”- algunas con la ayuda del retoque tecnológico- contrastan con
las imágenes de la vida real; en los bancos de la plaza, en la fila del
supermercado, en el boliche de Doña Carmen.
No es algo inusual, también en otros
lugares del país o en las playas vecinas cada vez nos encontramos con más y más
gordos y gordas y es un suplicio viajar en avión al lado de 130 kilos de grasa.
México es, según algunos indicadores, el peor ejemplo de Latinoamérica, pero
otros países también disputan ese trofeo.
¿Qué ha pasado?
¿Acaso ese desborde de tallas es el
ideal del Vivir Bien? ¿Es el consumismo desenfrenado, “alentar la demanda
interna”, diría el ministro de economía, la vía para la felicidad? ¿Esos platos
enormes de puré y fideos, de arroces y tortillas son símbolos del Estado de
Bienestar?
O, más bien, ¿esos cachetes caídos
son el resultado perverso de un modelo capitalista, en el cual el socialismo
del siglo XXI tiene la delantera?
En mi niñez, en mi adolescencia, al
menos en La Paz, pero creo que también en toda Bolivia, la mayoría, pequeños y
adultos, éramos delgados. En el curso o en el barrio no faltaba el “gordo
Méndez” o “la gorda Rosita”, como existía un cojo o una lora y ninguna de esas
condiciones era un mal público.
Como muestran las películas de la
época, los jóvenes lucíamos flacos sin necesidad de dietas o privaciones.
Nuestra vida era tan diferente. Casi todos íbamos al colegio a pie. A pie por
la calle y luego cinco pisos hasta la sala de dibujo, clases de gimnasia y
retorno a pie. A pie donde la amiga, a pie donde la abuela.
Jugábamos en los parques, bajábamos a
atracarnos de salteñas, subíamos las cuestas. Siempre a pie. Los que vivían más
lejos usaban colectivos que los dejaban en diferentes esquinas y el resto:
talón, punta y patada.
Excursiones colegiales o familiares
también a pie: gran aventura. Los viajes intercolegiales a poblaciones o a
ciudades cercanas, ni pensar en el extranjero o en playas caribeñas. Y siempre
en movimiento. Ligeros.
Y comíamos entrada, sopa, segundo y
postre y más tarde las frutas de temporada y merienda con tres marraquetas y
cena con sopa y segundo y- en mi familia- además los anticuchos o fritanga que
traía mi papá a las once de la noche.
Éramos felices, o casi felices
porque vivíamos en dictadura. Y nos manifestábamos contra los militares en las
calles, también: ¡a pie!