“Si te vas, quiero verte partir,
saber que te has ido, sin adioses, el amar y el morir nunca son olvido, pájaro
tu piel, viento mi querer, yo te puedo comprender. Sin saber por qué no te
podrás ir, yo te quiero despedir. Y no será por eso que estemos separado;
aunque no te marcharas, lo nuestro está terminado, pero si te vas yo quiero
creer que nunca vas a volver.”
Era una de las muchas estrofas de
las canciones de Alfredo Zitarrosa que coreaban los jóvenes en los años setenta
y ochenta, aún plenos de la utopía por un mundo mejor, sobre todo por mejores
seres humanos y soñando que los gobernantes socialistas serían amables,
tolerantes y honestos.
Las coplas del cantautor uruguayo no
necesitaban consignas antiimperialistas ni frases hechas para convocar a las
chicas y chicos que militaban en los partidos de izquierda, que iban a las
manifestaciones universitarias, que asistían de vez en vez a una reunión
clandestina.
Zitarrosa, de esencia rural, entre
guacho y guapo de arrabal, representaba a un conjunto de músicos que cantaban
al amor y a la guerra, sin disfraces, sin poses. Con su terno limpio, sus
zapatos lustrados y una guitarra de doce cuerdas.
Recuerdo cómo me asombró cuando un
amigo oriental me comentó que el violinista de la Orquesta Sinfónica de Bolivia
era en realidad el inspirador del “Violín de Becho”, uno de los himnos de esa
juventud urbana latinoamericana. “A Becho le duelen violines que son, como su
amor, chiquilines”, decía la milonga compuesta por Zitarrosa. Efectivamente, hace
40 años, en la Semana Santa paceña tocaba en el Teatro Municipal Carlos Julio
Eismendi (1932-1985).
La dictadura uruguaya lo había
exiliado porque ayudó a los músicos cubanos cuando Fidel Castro instruyó
contratar a los mejores artistas del continente para enriquecer el quehacer
cultural en la Revolución Cubana. Becho enseñó en Venezuela y encontró consuelo
en Bolivia, donde también dirigió el Conservatorio Musical. ¡Imagínense cómo
antes importaba la cultura!
El propio Zitarrosa tuvo su paso por las
cuestas paceñas cuando se truncó su idea de viajar hasta México y sólo llegó
hasta Perú y volvió por Bolivia, en 1964. Trabajó como locutor, su profesión
original, en la entonces más famosa radioemisora, “Radio Altiplano”. ¿Qué
colega contará esa historia? Sin olvidar que además
cantaba taquiraris de Carmelo Cuellar sobre los cambas zafreros.
Él se convirtió en el símbolo del
exilio uruguayo y del exilio latinoamericano, anarquista y comunista, fue
extrañado de su país por sus letras sobre las condiciones de vida en el campo y
por apoyar la campaña del Frente Amplio en 1971.
En Bolivia repetían sus canciones
los asistentes a las guitarreadas, la forma más usual de pasar las veladas
sabatinas en los años de la resistencia y de la apertura democrática, hace cuatro
décadas.
En lugares míticos como el Café
Cultura que alentaba Huaqui Cajías en La Paz o Carlos Hugo Molina en Santa Cruz
pasaron muchos músicos intentando reflejar la voz ronca y conquistadora de
Zitarrosa. “Stefanie”, “Guitarra negra”, “Nene patudo”, “Si te vas” reflejan
una forma de ver el mundo, que ya está perdida, enterrada.