Este martes 28 de junio, la Comisión de la Verdad de Colombia entregó su Informe Final en una ceremonia impecable que contó con la participación de Michelle Bachelet, Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas y el Papa Francisco. Una ceremonia masiva, amplificada por todos los medios posibles; prensa, radio, televisión, redes, Youtube, cadenas ciudadanas, dentro y fuera del país.
“Un proceso plural de escucha” que
se realizó en todo el territorio, con puertas abiertas, multidisciplinario,
pluricultural, más allá de ideologías y de partidos políticos, con las
herramientas necesarias para que hable un anciano, una inválida, un
discapacitado, una mujer violada, la madre sin hijos, la monja afro. Cada
persona que quería decir algo pudo hacerlo, de forma abierta, protegida, sin
filtros.
Como suele ser entre los
colombianos, los organizadores aprovecharon al máximo las posibilidades de la
comunicación masiva para mostrar los resultados del trabajo. Un conjunto de
testimonios con voces múltiples, abarcando el complejo abanico de la sociedad,
contó la historia de seis décadas de violencia política y social. Sin voces
lastimeras, el horror al que puede llegar el odio entre hermanos. Mayoría de
mujeres relatando, igual que en el público. Mujeres, una vez más, las triples
víctimas de toda guerra.
La relatora, con voz clara, firme y
con un manejo correcto del idioma español, daba paso a cada capítulo durante
más de una hora, mientras el público presencial y virtual escuchaba de muertes,
de guerrilleros desalmados, de paramilitares enloquecidos, de ladrones de
tierras, de desplazados, de sobrevivientes, de masacres, de hermanos que
perdieron a toda su familia.
Las mismas voces anunciando la
esperanza de la reconciliación, a partir del perdón; la posibilidad de lograr
justicia a través de asumir responsabilidades individuales y colectivas. Sobre
todo, la utopía de vivir algún día en paz, en el lugar de la patria que cada
uno elija, sin el temor a la metralla o a la cuchilla.
¡Qué diferencia!
Es imposible dejar de comparar ese
Informe, las palabras de sus responsables y los mensajes finales, con el triste
espectáculo de la mal llamada “Comisión de la Verdad” que organizó el líder del
circuito coca cocaína Evo Morales, como una de sus tantas tramoyas.
Una comisión conformada por los
militantes más fundamentalistas del Movimiento al Socialismo, cerrada en sí
misma, opaca, casi clandestina. Ahí fueron pocos los que realizaron un trabajo
profesional, por lo menos para organizar los documentos que ya estaban
anteriormente en oficinas públicas. Por lo demás, ningún avance.
Ahí sobresalía el abogado movimientista
que estuvo implicado en delitos de secuestro y de drogas con un salario de dos
mil dólares; cubanos “voluntarios” que accedían a los archivos sin que hasta
ahora sepamos por qué se los contrató, para qué, qué copias de llevaron de los
Kardex de ciudadanos bolivianos.
A diferencia del trabajo de los
colombianos (o de otros latinoamericanos en su momento), la “Comisión”
boliviana nunca intentó encontrar la verdad sobre el asesinato de líderes
políticos y sindicales ni encontrar a los culpables. Sobre todo, nunca estuvo
en su proyecto ayudar a la reconciliación nacional. Todo lo contrario.
Ese mamotreto que presentaron ante
sus propios jefes políticos fue sola una escena de la Gran Mentira que vive
Bolivia desde hace años. Cada día un capítulo más: golpe de estado, lucha
contra el narcotráfico, intromisión extranjera, reforma judicial.
Un verso que avanza por muchos
medios de comunicación, sobre todo radiales, al servicio del MAS. Lo más
patético, ocupa los textos escolares de historia con el acento en el odio
racial. Aparece en salas de museos o en libritos de Evito y el mar.
El Informe de la Comisión de la
Verdad colombiana, por lo contrario, rescata la Memoria. No revive muertos ni
sana las heridas abiertas, pero prepara un nuevo futuro.