Ella trabaja en el área de radiología de una caja privada de salud. Aunque es temprano luce ojeras y una mueca de agotamiento, un cansancio de días, de meses, de años. Es joven, bonita, más bajita que alta y más rellenita que flaca. Hace tiempo que dejó de dormir ocho horas y no conoce nuevos planes para una salida dominguera, para un viaje. Permanece en guardia como en una guerra.
Es uno de los miles de trabajadores
de salud al borde del colapso nervioso desde que atiende a los pacientes
infectados con COVID 19, sobre todo a los que tienen complicaciones en el
sistema respiratorio. Vio una muchacha agonizando, un abuelo en sus últimos instantes
de vida, a su antiguo profesor, a una mujer que antes había controlado en los
exámenes rutinarios de ginecología.
No piensa en suicidarse, como sucede
con otros colegas y como han relatado trabajadores en salud a la prensa
internacional. Solamente siente un cansancio infinito, físico y mental. En
abril de 2021 se contagió de un paciente y llevó el virus a su casa. Sus padres
enfermaron y ella improvisó un hospital en los dormitorios, creando incluso un
sistema de ventilación; le tocó cocinar y atenderlos. Ella no fue dada de baja
porque era un momento pico de la pandemia y no logró reposar lo que era
necesario ni cumplir la cuarentena.
Cobra un salario menos que regular,
aunque cancelado puntualmente. Sus amigos en los centros públicos de salud no reciben
ni siquiera ese estimulo; tampoco cuentan con material mínimo para protegerse,
dependen de la voluntad de la familia del paciente. Los internistas la pasan
peor y sin la seguridad de tener un contrato permanente y hay que rogar cada
mes para recibir Bs. 1800 después de días sin dormir.
Si esto pasa en La Paz, en la sede
de gobierno, donde se cuenta con una cantidad de camas hospitalarias y de
unidades de terapia intensiva en casi todas las zonas, qué sucederá en otras
ciudades, en las provincias, en las fronteras. Se estremece.
En años pasados, participó
activamente en las movilizaciones alentadas por los colegios de médicos contra
diferentes disposiciones del gobierno para criminalizar de una u otra forma el
trabajo de los galenos, enfermeras, auxiliares. O para reemplazarlos por
aprendices cubanos. Está orgullosa de ser parte de ese gremio que se convirtió
sin quererlo en la vanguardia de las nuevas luchas sociales bolivianas.
Mientras revisa los mensajes de quienes
están contra las vacunas, cada vez más violentos. Escucha a una dama pizpireta
que desde un canal oficialista alienta a no aceptar la prevención contra el
COVID 19, mientras ella ya está vacunada. Igual que pregonan otros antivacunas
vacunados o un vicepresidente que consume pastizales o parlamentarios de la
región del circuito coca-cocaína.
Esa indiferencia es la que la hunde
cada día. En los últimos meses, salvo tres casos, atendie solamente a
contagiados que no se vacunaron. Debe dominar su desconsuelo para cumplir su
promesa vocacional. También siente emociones negativas, a veces ira, al ver
llegar a un niño enfermo cuyos padres no se vacunaron ni se cuidaron.
En los hospitales bolivianos, la
mitad del personal médico está infectado por culpa de los no vacunados que debe
atender. Los centros de salud municipales que funcionaron satisfactoriamente
hasta 2019 están obligados a recibir a personas que ni son de la ciudad ni
pagan impuestos y que desbordan las salas de emergencia.
A la falta de inversión en la salud
pública, especialmente en los últimos 15 años, a la desorientación de las
autoridades, al autosabotaje en el propio gobierno, a los nuevos virus, se suma
esa campaña que no se compadece por el sacrificado trabajo del personal de
salud. El egoísmo y el individualismo en su grado extremo.