viernes, 21 de enero de 2022

¿QUIÉN DEFIENDE A LOS UNIFORMES BLANCOS?

 

            Ella trabaja en el área de radiología de una caja privada de salud. Aunque es temprano luce ojeras y una mueca de agotamiento, un cansancio de días, de meses, de años. Es joven, bonita, más bajita que alta y más rellenita que flaca. Hace tiempo que dejó de dormir ocho horas y no conoce nuevos planes para una salida dominguera, para un viaje. Permanece en guardia como en una guerra.

            Es uno de los miles de trabajadores de salud al borde del colapso nervioso desde que atiende a los pacientes infectados con COVID 19, sobre todo a los que tienen complicaciones en el sistema respiratorio. Vio una muchacha agonizando, un abuelo en sus últimos instantes de vida, a su antiguo profesor, a una mujer que antes había controlado en los exámenes rutinarios de ginecología.

            No piensa en suicidarse, como sucede con otros colegas y como han relatado trabajadores en salud a la prensa internacional. Solamente siente un cansancio infinito, físico y mental. En abril de 2021 se contagió de un paciente y llevó el virus a su casa. Sus padres enfermaron y ella improvisó un hospital en los dormitorios, creando incluso un sistema de ventilación; le tocó cocinar y atenderlos. Ella no fue dada de baja porque era un momento pico de la pandemia y no logró reposar lo que era necesario ni cumplir la cuarentena.

            Cobra un salario menos que regular, aunque cancelado puntualmente. Sus amigos en los centros públicos de salud no reciben ni siquiera ese estimulo; tampoco cuentan con material mínimo para protegerse, dependen de la voluntad de la familia del paciente. Los internistas la pasan peor y sin la seguridad de tener un contrato permanente y hay que rogar cada mes para recibir Bs. 1800 después de días sin dormir.

            Si esto pasa en La Paz, en la sede de gobierno, donde se cuenta con una cantidad de camas hospitalarias y de unidades de terapia intensiva en casi todas las zonas, qué sucederá en otras ciudades, en las provincias, en las fronteras. Se estremece.

            En años pasados, participó activamente en las movilizaciones alentadas por los colegios de médicos contra diferentes disposiciones del gobierno para criminalizar de una u otra forma el trabajo de los galenos, enfermeras, auxiliares. O para reemplazarlos por aprendices cubanos. Está orgullosa de ser parte de ese gremio que se convirtió sin quererlo en la vanguardia de las nuevas luchas sociales bolivianas.

            Mientras revisa los mensajes de quienes están contra las vacunas, cada vez más violentos. Escucha a una dama pizpireta que desde un canal oficialista alienta a no aceptar la prevención contra el COVID 19, mientras ella ya está vacunada. Igual que pregonan otros antivacunas vacunados o un vicepresidente que consume pastizales o parlamentarios de la región del circuito coca-cocaína.

            Esa indiferencia es la que la hunde cada día. En los últimos meses, salvo tres casos, atendie solamente a contagiados que no se vacunaron. Debe dominar su desconsuelo para cumplir su promesa vocacional. También siente emociones negativas, a veces ira, al ver llegar a un niño enfermo cuyos padres no se vacunaron ni se cuidaron.

            En los hospitales bolivianos, la mitad del personal médico está infectado por culpa de los no vacunados que debe atender. Los centros de salud municipales que funcionaron satisfactoriamente hasta 2019 están obligados a recibir a personas que ni son de la ciudad ni pagan impuestos y que desbordan las salas de emergencia.

            A la falta de inversión en la salud pública, especialmente en los últimos 15 años, a la desorientación de las autoridades, al autosabotaje en el propio gobierno, a los nuevos virus, se suma esa campaña que no se compadece por el sacrificado trabajo del personal de salud. El egoísmo y el individualismo en su grado extremo.