El año culmina como empezó, con los
principales titulares relacionados con la expansión del virus exportado desde
China. El COVID 19 ha cobrado la vida de millones de personas en todo el mundo;
en Bolivia llegó con duelo, saturación de hospitales públicos y privados,
secuelas en cientos de personas y un efecto perverso en la economía.
En enero se abrió la esperanza
internacional por la posibilidad de vacunación, aún con todos los obstáculos y
las diferencias entre países más organizados y países con dificultades
sistémicas. A lo largo de los meses se comprobó que aquella luz era tapada por
sombras desde las campañas de los antivacunas, la compleja red para fabricar,
distribuir y aplicar las dosis, la falta de hojas de ruta y las nuevas olas de
contagios.
En el caso boliviano, las cifras de
población vacunada pueden ser engañosas. Los pesimistas lamentan que Bolivia
tenga un porcentaje muy bajo de vacunación en la región. Sin embargo, si
comparamos con lo que logró Bolivia frente a países que otrora eran sus
compañeros de escala, como Haití, el gobierno nacional consiguió mucho más.
Además, a medio camino superó el
discurso ideologizado aferrado a las marcas rusa o china para abrirse a las
fábricas situadas en Alemania y en otros lugares de Europa y en Estados Unidos.
Aceptó combinar compras (no se conocen las cifras) con donaciones y hubo una
disposición a llegar a toda la población, a pesar del deteriorado sistema de
salud pública.
Lo que llama la atención es la falta
de coordinación oficial con los colegios médicos, los sindicatos de
trabajadores en salud, la academia, los científicos que trabajan desde hace
décadas para fortalecer la medicina en Bolivia.
Alarma, además, el anuncio del
presidente Luis Arce Catacora, de impulsar un laboratorio estatal para atender
al puñado de países agrupados en el ALBA. El primer riesgo es que el gobierno
del MAS intente entregar dinero boliviano para que los cubanos se apoderen de
este afán. El sistema de envío de médicos, tan simpático en su inicio, acumuló
más beneficios para La Habana que para los pobres bolivianos; un caso que no
detallaremos en esta ocasión. Agencias de noticias, expertos y Gisela Derpic
han denunciado lo que hay detrás de ese aparato.
En cambio, Arce debería aprovechar
las instalaciones que existen en Bolivia para crear medicamentos, investigar
nuevas fórmulas, y cubrir gran parte de la demanda. Los laboratorios bolivianos
dan empleo estable y digno a miles de bolivianos, de forma directa e indirecta.
El enfermo local confía mucho más en un producto hecho en Bolivia que en una
pastilla que llega desde China o desde la India.
Los laboratorios bolivianos compiten
con los internacionales y por ello pueden exportar sus marcas venciendo las
duras barreras que imponen las organizaciones internacionales de salud y de
medicamentos. La lista es larga. Esas fábricas cumplen igualmente con la
infraestructura pulcra y ultramoderna que es necesaria para garantizar su
producción. Varias veces escribí sobre ello, asombrada de esa otra realidad
boliviana.
Entristece que aumente el
contrabando de medicamentos, algunos en venta en la puerta de las farmacias
aprovechando la crisis sanitaria. Si el contrabando es el peor competidor de la
industria nacional, en el caso de la salud es criminal y sin retorno.
Los medicamentos de calidad no
siempre son baratos. Es en ese espacio donde podría intervenir el gobierno
central para lograr que los laboratorios puedan ayudar con fórmulas básicas,
como ocurrió en 1982.
Unir esfuerzos seguramente será más
prometedor para el estado y para la sociedad boliviana en un sendero de
gana/gana superando los anteriores fracasos.