Suelo recorrer a fin de año el sur boliviano porque me fascina el estío en esos valles floridos; las sementeras de maíz y el olor a humintas por las calles de Cotagaita; las frutas de Vitichi; los viñedos en Villa Abecia; los duraznos para la fiesta en Remedios, a orillas río Toroyo; la luminosidad del atardecer tupiceño. Desde Camargo a Tarija, desde Entre Ríos a Esmeralda es una región colorida y cantarina.
Sin embargo, las comarcas situadas
en el extremo meridional de la patria no aparecen como debieran en el
imaginario nacional. Se divide al país en Occidente y Oriente como una
caricatura pues ello no refleja la realidad plurinacional. El Sur no existe en
los símbolos añadidos a banderas y escudos en los últimos años.
“¿Qué me dice la flor de patujú?” Me
interrogaba una amiga chapaca. “A mí ni el patujú ni la whipala me dicen algo
de mi tierra, de mis antepasados, de mis raíces, de mis tradiciones. Las
autoridades, los parlamentarios, ni conocen ni piensan en el Sur; en cómo somos
nosotros. No nos sentimos representados.”
El sureste chaqueño es un territorio
ajeno al Collao y tampoco es parte del “Oriente”, como se suele simplificar,
más allá de las relaciones históricas reflejadas en la toponimia. Los chaqueños
se identifican más con sus similares de Paraguay y del norte argentino:
chanchito a la cruz, sábalo, chacarera, fogón, guitarreada, tonos y modismos en
el lenguaje. ¿Cómo los representa el Estado Plurinacional de Bolivia? No
aparecen ni en los murales en la Asamblea Legislativa, ni en las gigantografías
de Casa de la Libertad, ni en los uniformes de los policías ni en las consignas
de los militares.
Sin embargo, el río Pilcomayo
debería estar en la cabeza de todos los bolivianos como el hilo más antiguo que
entretejió la base de la creación de la república. Desde la región minera,
donde nace, une los departamentos de Potosí, Chuquisaca y Tarija hasta abrirse
hacia Paraguay y Argentina. En sus orillas se originó gran parte del
nacionalismo boliviano, la idea de una pertenencia a algo común. Atraviesa
grandes y diversas culturas originarias, desde los señoríos aimaras, los
caracaras, los charkas, los quechuas, hasta los guaraníes y matacos o
weehnayeks y otras etnias más pequeñas.
Nace en las alturas andinas con
nombre quechua de “río de pájaros” y termina en las llanuras a menos de 250
metros sobre el nivel del mar. Lo llaman en guaraní Araguay, “agua de loros”,
tan hermoso debe haber sido hace 500 años. En sus más de 1500 kilómetros de
recorrido lleva no solamente aguas (y contaminación) sino el intercambio entre
habitantes de las principales culturas bolivianas.
Cuando hace un año apareció la dupla
del potosino Marco Pumari y el camba Luis Fernando Camacho, parecía que
finalmente se consolidaba un símbolo de esa relación de las minas en las
montañas con el llano agropecuario, la luna llena. Fue un espejismo de pocos
días. Ellos mismos enterraron la ilusión soñada por tantos autores de la zona.
El país sigue ignorando al Sur, cómo
es el Sur, qué quiere el Sur. Lo vimos en las elecciones pasadas, en las
candidaturas, en los discursos. Aunque hubo presidentes nacidos en esos lares
desde el siglo XIX, el Sur no está metido en el cotidiano boliviano. Habría que
retomar las iniciativas liberales de hace un siglo para entender más al Sur y para
estudiar que tampoco el Norte es sinónimo de “Oriente”.