“¿Estás todavía ahí, Rodríguez?”, pregunta un profesor para saber si su alumno sigue en la clase virtual. Es uno de los muchos memes que burlan las incertidumbres de miles de docentes en todo el mundo cuando las palabras se transformaron en ecos y los rostros en fotos fijadas a la pantalla.
En Bolivia, durante la resistencia
civil de octubre 2019, profesores y estudiantes buscamos modos para continuar
con la enseñanza en medio de los 21 días de conflicto. Existía ya ese señor
“zoom”, todavía tímidamente, pero también había la opción de una reunión en el
parque, en una casa, en un café. Fue un ensayo general para la tormenta que se
avecinaba.
En 2020 todo cambió. Aunque
formalmente las clases comienzan en febrero, la gestión cobra la dinámica de un
nuevo año educativo recién después del carnaval, a veces hasta después de
Semana Santa. Así que el 22 de marzo apenas se encendían motores.
La cuarentena rígida planteó urgentes
medidas nacionales, regionales y en los diferentes niveles educativos: inicial,
primario, secundario, universitario, posuniversitario. Además, no era lo mismo
el área urbana que el área dispersa; como tampoco era comparable una escuelita
fiscal en Betanzos con un colegio de convenio en La Paz; o una universidad pública
que una maestría en un centro privado.
La Universidad Católica Boliviana
San Pablo, la UCB, buscó respuestas inmediatas. Tenía la ventaja de una larga
experiencia en la enseñanza- incluso a distancia, como las antiguas escuelas
radiofónicas que alentó la Iglesia Católica- y un compromiso con la educación
por encima de otro interés.
Los docentes fuimos capacitados en
nuevas herramientas y tuvimos que aprender de forma acelerada cómo organizar la
programación, cada clase, los trabajos, las reuniones, los controles. Los
alumnos nos superaban en destrezas virtuales y eran ellos los que corregían las
“chambonadas” de cada “profe”.
Personalmente fue una experiencia
extraordinaria y estoy agradecida por ello. Comprobé una vez más las
potencialidades de los recursos humanos bolivianos, así como lamenté las
limitaciones estructurales en nuestro país. Asistieron alumnos desde otros
puntos cardinales, pero también abandonaron alumnos que se contagiaron con
COVID. Muchos tenían dificultades de conexión a pesar de vivir en el centro
paceño. Otros compartían computadora con los hermanos y papás y hacían turnos.
Varios preparaban trabajos desde sus celulares.
Junto con mis alumnos inventamos
variables, como el teatro virtual con voces múltiples, como si fuésemos
griegos, pero copiando el levantamiento indígena de 1780. Conocí que eran más
creativos con Podcast y Whatsapp que con ensayos escritos. Nos divertimos
mucho, conscientes de ser privilegiados porque en la UCB siguieron las clases.
Yo,
que hasta hace poco rehuí incluso usar celular, me llené de electrónica.
Al final, nos atrevimos a un paseo
de etnografía urbana por el centro paceño. Me adivinaron detrás de barbijo,
gafas y turbante y yo a ellos: uno era más rubio que en la foto, otra más flaca
que desde la pantalla, aquella más elegante que el pijama que usaba desde su
casa. Caminamos por las calles intentando mantener las distancias, gritando,
riendo. Solo nos faltó el abrazo para el adiós final, melancólico.
La tecnología se aprende, pero las
pantallas no contienen la ternura y la complicidad del aula presencial ni el
cafecito vespertino en la cafetería universitaria.