La mayoría de los chefs que ganó
alguna estrella Michelin cuenta en entrevistas que aprendió el gusto por
cocinar en su casa; casi siempre, la nostalgia de las recetas preparadas por la
abuela, los ingredientes, los olores, los colores, las formas y el largo ritual
que se desarrollaba en un espacio cálido.
Territorio de las mujeres, de las
generaciones de mujeres, porque ahí cabían todas, las más ancianas, la tía
solterona, la vecina del conventillo, las hijas, la cocinera. Ahí se aprendía a
hornear empanadas y también las historias de la familia, de la comunidad, de la
humanidad. Corrían cuentos y cuentas sobre mitos y leyendas; muchos susurros
que subían de tono cuando cada una quería aportar algo y se detenían cuando
entraba una chiquilla sin edad de conocer las debilidades de los humanos.
Esos fogones, tan menospreciados por
teorías modernas, por las propias mujeres que han repetido decenas de veces
frases contra ese rol; esa “condena” de preparar sopas y de lavar la loza; de
calentar el café y de salir corriendo a la oficina.
Sin embargo, la cocina es la columna
del amor, como recordaba Sui Géneris, en aquellos gloriosos años 70 cuando no
era políticamente incorrecto necesitar alguien que “sepa preparar el té,
besarme después y echar a reír”. Cuando todavía las argentinas uslereaban
ravioles y recogían albahaca en el huerto de la casa o en la maceta de la
ventana. “Que cocine guisos de madre, postres de abuela y torres de caramelo”.
Entre las buenas oportunidades que
nos trae el virus originado en China, está la posibilidad de volver a vivir
desde la cocina hacia dentro de la familia, como la mayor protección amorosa
frente al mal, y hacia dentro de nuestra propia biografía infantil.
Decenas de reportajes reflejan cómo
viven la pandemia las personas en Berlín o en Bérgamo, en La Paz o en Panamá, y
generalmente hay como un retorno a lo más básico que es garantizar la comida.
Ese objetivo como instinto de conservación, acompañado casi siempre de un
esfuerzo colectivo, para retornar al rito de preparar con gusto lo mucho o lo
poco que se consigue.
Comprar alimentos es el nuevo eje de
las familias, sobre todo las de aquellas con hijos pequeños y mucho más en las
casas donde aún vive la abuela. No sólo las amigas se pasan datos de a qué hora
funcionará el mercadito municipal itinerante o quién ofrece un nuevo servicio a
domicilio, sino que se ingresa a un sistema casi inevitable de turnos para
preparar el almuerzo o la cena.
En tribus más extendidas, aún con
ingredientes limitados, se comparte una sana competencia para cocinar un
platillo sabroso. Sobre todo, porque cada uno siente que de pronto la vida
cobra una gran importancia. Estar vivo; ojalá fuera del alcance del maligno
coronavirus. Hay que compartir y, una vez más, el mejor lugar para conversar es
alrededor de una mesa.
Aún aquellos con mucho teletrabajo y
tareas e sus hijos escolares, aprenden a reordenar el tiempo dedicado al
alimento, al pan y al vino. Aunque abunden recetas de comida saludable, métodos
para no engordar en la cuarentena, ejercicios con instructoras chillonas, el
mejor y más sano espacio para el disfrute es retornar al calor de la cocina.
Ahí donde las sabias abuelas daban de comer y preservaban la cultura de cada
pueblo.