Predicaba
San Francisco de Asís que la naturaleza puede ser maleza, bosque, sembradío o
jardín. El soplo divino da vida y conecta lo absoluto del Cosmos con la
existencia de las pequeñitas criaturas del Señor y una y otra vez asegura la
continuidad de las especies.
Gilka
Wara Libermann aprendió desde niña que ella tenía el don de perpetuar el caos
ordenado de esa creación. Que su plegaria no era el Verbo porque su manito podía
trazar líneas y curvas, ojos y alas para reflejar un mundo de flores y de
animales que nadie más que ella parece encontrar. Coloreó hojas desde la tierna
infancia, en el colegio, en la universidad, con los maestros bolivianos, mexicanos,
en diferentes viajes buscando cuántos más tonalidades podría encontrar,
buscando-se, indagando-se.
Julio
de la Vega decía de su obra juvenil: “todo en ella es descubrimiento”. Siente
siempre el desborde del tinte que le sale de los dedos. No usa caballete ni
siquiera tiene taller. Pinta donde puede, donde cabe una madera, un lienzo, un
muro o una cajita, los pinceles, las témperas o los óleos. Nunca usó el horno
de cerámica que compró con sus ahorros.
Encontró
que la naturaleza no es “muerta” sino fuego, lluvia y simiente. Así se rodea
desde su habitación en Uni, frente a la montaña mágica de La Paz, de pinares,
queñuales, margaritas y retamas, senderos y hierbales. Escucha desde el
eucalipto a la lechuza casera y en la ventana los picotazos del chihuanco que
anuncia el aguacero; los inmoviliza con dos o tres pinceladas.
Congela
la realidad fantástica; organiza lo enredado; habla siguiendo muda.
Amó
el aire libre desde sus primeros paseos en el jardín de la casa paterna que aún
hoy parece un microclima en medio del cemento de su ciudad natal. Vivió el
exilio familiar en la campiña argentina, se refugió en el Yanacachi yungueño,
puso cuarto en el Tepotztlan mexicano. Lo cotidiano desde las estrellas, como
traduce su propio nombre andino: Wara. El cielo, la tierra, el sol.
De
claros ojos de guardabosque sacó desde su primera exposición en Bolivia, en
1985, unos hallazgos que de tan inocentes parecían imposibles. Tan primitiva,
tan ingenua- apuntaban los críticos en sus crónicas- como solamente pueden
pintar los muy estudiosos, los que han pasado horas frente al lienzo en blanco,
al muro gris, al barro sin modelar, a la piedra sin musgo. Heredera del Bosco,
de Rousseau, del arte naive, del expresionismo. De todos y a la vez de ninguno.
Nacida
en 1961, es de la generación de artistas posteriores a la Revolución de 1952.
Ajena a los ismos y a las corrientes ideologizadas, protesta a su manera, desde
la revelación del mundo que podría ser feliz y brillante. Sin discurso social,
espontánea, como los niños que señalan desde su simplicidad a los ambiciosos
que destruyen lo hermoso.
Barroca
toda ella, la conocí cuando sus trenzas no tenían las canas de su larga
cabellera. Saltarina, delgada como los troncos de olmos callejeros, ha reunido
para su nueva exposición cientos de pequeños cuadros con insectos y mamíferos,
ríos y guijarros, barros y bosques.
Una
vez más será el Todo, el Absoluto y al mismo tiempo el pequeño detalle, lo
microscópico. El universo desde los ojos sin párpados de los árboles floridos.