“Me contó que iba divinamente en las
encuestas”, relataba Margot Leongómez al recordar el ascenso de su hijo Carlos como
candidato en las elecciones colombianas en 1990, a pesar de no contar con los
recursos económicos, logísticos y la maquinaria del estado, como otros
contendientes.
“Quisiera que estuvieses en el fondo
de ellas (esas encuestas)” le respondió ella. “Ya tenía la angustia de que lo
iban a matar”. A Carlos Pizarro no le perdonaban algunos de sus antiguos
aliados ni sus enemigos una virtud: no estaba involucrado con el narcotráfico.
Murió acribillado en pleno vuelo de Avianca a los 38 años.
Era la época más oscura de la política
de un país cuyo estado había sido capturado por los carteles de la droga.
Policías de todo rango, fiscales, jueces, tribunos, jugadores de fútbol, reinas
de belleza, las FARC, líderes sindicales, todo, todo ya estaba pringado con el
dinero sucio, fácil y abundante del circuito coca/cocaína.
El primero en denunciar el alcance
del negocio fue un Ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla. Pablo Escobar no
le perdonó jamás. La primera tarea contra él fue intentar hundirlo moralmente.
Un tramposo depósito de un narco en su cuenta personal sirvió para acusarlo con
una dura campaña mediática, apoyado por sus servidores en el parlamento y por
su amante desde la TV.
Fue meticulosa la patraña de
Escobar, Rodríguez Gacha y otros narcos unidos contra el prestigio ganado durante
años por la familia Lara Bonilla. Rodrigo demostró que era inocente del torpe
ardid, pero ya el “olor a mierda” lo había tocado. Aunque la verdad se impuso,
quedó lastimado. No fue suficiente para los narcos y Pablo ordenó asesinarlo,
como haría más tarde con tres candidatos presidenciales.
Los juegos de la transnacional más
grande del planeta, esa que ningún socialista del Siglo XXI intenta
nacionalizar, han carcomido las bases de las instituciones de muchos estados en
el continente: Nicaragua, México, Venezuela. Colombia logró recuperarse en
parte gracias a acciones de la sociedad civil y nuevos políticos.
Las mafias compran policías y jueces
desde las épocas de Al Capone. En Bolivia se da ahora un caso más perverso, los
policías se involucran directamente con el negocio de la droga y usan a los
narcos en su escalada delictiva. Escobar comenzó como ladrón de lápidas;
Gonzalo Medina fue hace más de una década acusado de extorsionador.
En pleno comando se divertían y, al
parecer, también se drogaban quienes debían combatir al tráfico ilegal de
estupefacientes. Todo juntos, el jefe, el investigador, el encargado de
aeropuertos en Chimoré y Santa Cruz. ¿Nadie sospechaba?
En medio de tanto olor a podredumbre
desde el poder político del MAS se quiere confundir a la población sobre quién
es quién, como si todos fuesen de la misma olla podrida. Voces chillonas
intentan enlodar a familias que dieron todo su trabajo intelectual a la memoria
de la patria, mientras sus jefes comparten con los verdaderos delincuentes.
¡Tanta impunidad en las narices del
ministro y él se preocupa por los internautas!