Busqué un
lugar en Alcantarí para leer mientras esperaba el retrasado vuelo de BOA. Un
perro vagabundo ocupaba los últimos tres asientos libres sin que ningún
funcionario ni pasajero se atreviese a interrumpir su sueño. Opté por salir
para caminar por las jardineras. A la derecha, varios canes disputaban alguna
sobra. Cuando elegí recorrer hacia la izquierda, divisé al fondo otro clan; un
conductor me explicó que eran de alguno de los porteros.
Había
escuchado contar a un aviador su amarga experiencia cuando al carretear en la
pista de El Alto se le cruzó una jauría obligándolo a un peligroso frenazo. Los
responsables justificaron que era natural porque los perros perseguían a una
perra en celo.
Lo que
no explica NAABOL (Navegación Aérea y Aeropuertos Bolivianos) es cómo y por qué
existen canes sin dueño en espacios donde la entidad está obligada a brindar sanidad,
calidad y seguridad. Sin duda que los aeropuertos fueron convertidos en
terminales provinciales desde la gestión de Vladimir Sánchez y vulgarizados por
el agitador Titkotero Edgar Montaño, pero criar canes en estos lugares es algo
que no se ve ni en Caracas, ni en La Habana y menos en Moscú.
Es muy
posible que este fenómeno refleje una era en la cual las mascotas reemplazan a
los seres humanos. Tienen derechos, pero ninguna obligación. La responsabilidad
que debería caer en los dueños no siempre se cumple y es peor cuando no tienen amos.
Las
secciones municipales que recogían perros vagabundos, incluso los eliminaban
cuando eran un peligro, actualmente no pueden actuar porque enfrentan a las
muchas sociedades defensoras de animales. Activistas que suelen ser radicales.
En Sucre
no existen los desagradables restos caninos en las aceras. Sin embargo, permanentemente
se reportan casos de rabia (33 en 2025) y de víctimas humanas, incluyendo
niños. Salud considera que la rabia canina es endémica en Bolivia.
En la
Asistencia Pública de La Paz, diariamente se atienden entre 10 a 20 pacientes
por mordeduras de perros en las calles o en domicilios. En El Alto es peor. Las
jaurías invaden basureros y al no encontrar alimentos se desplazan a otros
sitios. En Milluni, los comunarios contaron que los perros se comen sus
animales. El fenómeno ha llegado hasta Puerto Acosta, a Escoma, a Achacachi,
según testimonios de campesinos que enfrentan a esos perros salvajes.
¿Existen
estudios oficiales sobre esta depredación? No encontré. Los medios de
comunicación tampoco investigan. Hace poco, Cecilia Gonzáles se atrevió a ser
“políticamente incorrecta” criticando la cantidad de perros que usan calles y
parques como baño: toneladas de heces.
Ella
recordó el riesgo que supone esa defecación para la salud pública: infecciones,
alergias, contaminación, etc. Las lluvias arrastran esos restos a desagües y
fuentes de agua. Ella lamentaba la ausencia casi total de la educación
ciudadana para cuidar a los perros y para levantar sus huellas.
Me
consta aquello como la más antigua habitante de el Montículo, el más hermoso
parque de La Paz convertido en canil de al menos 40 perros que salen dos veces
al día -o más- para expulsar sus necesidades. Un puñado de dueños es
responsable. Pero nadie se responsabiliza por los perros vagabundos, alentados
por personas que les ponen casas, agua en baldes casi siempre malolientes y
sobras de comida. Grandes canes que dejan grandes cacas. Total, para ello
existe la barrendera.
Como ya
conté, el espacio de poetas, enamorados y niños recibe ahora a perros que
llegan hasta en auto desde muchos edificios. Los perros juegan mientras
destrozan las últimas plantas, el escaso pasto que sobrevivió al huracán Arias.
Ladran, ladran, ladran… a veces más de una hora, sin importar si en la vecindad
hay bebés, ancianos o profesores que dan clases a distancia o ensayan música.
El 28 de
junio, El País de España dedicó un amplio reportaje a este fenómeno que empezó
en las grandes ciudades (aunque ahí la educación ciudadana funciona mejor y los
parques tienen lugares para las mascotas). Cita el artículo de la European
Psychologist sobre las personas que han transferido la necesidad innata de
tener niños a cuidar animales. Animales que les dan apoyo emocional, sobre todo
a personas solitarias o dependientes, aunque no aportan a su salud mental. Los
vínculos se convierten en más sólidos que con otra persona, sin temor al
abandono.
Laura
Gillet escribió sobre el “rol infantilizado de los perros en las sociedades”,
como hijos sustitutos y apoyo moral. Se los trata como miembros de la familia.
El mercado ha creado más y más necesidades: correas, saquitos, zapatitos,
postres, utensilios, guarderías, hospitales, cementerios… Es una industria
millonaria.
Atrás
quedaron nuestras experiencias de tener perritos que no molestaban a los
vecinos ni sustituían al amor humano. Dice Cristo que el sábado fue creado para
servir al hombre y no al revés. Igual cabe para los perros; fueron domesticados
hace 35 mil años para servir al hombre y no para que el hombre se convierta en
su mascota.