Esta semana se reunieron en la
capital argentina jefes de estado y representantes de 33 países del continente
en la Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC),
en un contexto de deterioro general del estado de derecho, la gobernabilidad y
la calidad de vida.
Cuando se fundó la Organización de
Estados Americanos (OEA) como mecanismo continental pionero en el mundo,
América era el refugio de miles de migrantes europeos y asiáticos. Parecía la
reserva humana después del horror de las guerras mundiales.
Hace cincuenta años comenzaron las
cumbres presidenciales para encontrar caminos diplomáticos a la violencia
política en Centroamérica y el Cono Sur. Con el liderazgo panameño y la
participación de las últimas democracias (México, Venezuela y Colombia),
Latinoamérica mostraba al mundo que los conflictos no eran Este Oeste, sino
Norte Sur. En los 90, con regímenes democráticos en casi todo el continente,
estabilidad económica, reformas estructurales, procesos inclusivos, se crearon
mecanismos como el Grupo de Río y MERCOSUR para el diálogo político y económico
con otras regiones.
Bolivia cumplió en cada ocasión
interesantes roles, incluso como líder con las reformas estructurales. En el
siglo XX, fueron México, Brasil, Argentina y Venezuela las naciones que
impulsaron procesos de integración regional.
La creación de la CELAC en 2010 pudo
ser una respuesta a la necesidad de reunirse sin Estados Unidos o Canadá, pero
pronto esta comunidad se convirtió en un “club de amigos”, como la calificó
hace poco el presidente uruguayo Luis Lacalle. Su orientación se centró en lo
ideológico y en su cercanía a imperialismos extracontinentales como la China
del capitalismo salvaje y la Rusia guerrerista e invasora.
Los principales países que alentaron
la CELAC están hundidos. Millones de refugiados huyen de Venezuela desesperados,
en un registro que nunca conoció la región, ni siquiera en las guerras
independentistas. Nicolás Maduro no puede viajar por temor a ser detenido por sus
múltiples delitos y crímenes. Aunque Luis Arce lo abrace y Luis Ignacio da
Silva marque reunión con él, la patria de Simón Bolívar está deshecha.
Cuba dejó de ser la imagen romántica
del pulgarcito para ser también expulsora de población joven. La represión
contra artistas y adolescentes reveló la máscara escondida detrás del
antiimperialismo. Quedó al descubierto el hambre y el agotamiento de su
población.
El país anfitrión tiene la inflación
más alta del continente y no puede detener la escalada de dólares que salen del
país porque los ciudadanos no confían en sus gobernantes. Miles -ya deben ser
millones- de jóvenes calificados hacen el camino inverso de sus abuelos hacia
Europa o Australia. Buenos Aires está en ruinas y su esplendoroso pasado no le
alcanza para maquillarse, ni a su vicepresidenta condenada por la justicia.
Brasil, el más extenso y el más poblado
del subcontinente está dividido en dos. Extremos de un lado y de otro,
fanatismos, asaltos a los edificios públicos, desconfianzas. Lula ya no
representa a ese metalurgista católico de los años 80 y el peso de la
corrupción durante su gobierno y dentro de su partido lo muestra como otro del
montón.
México, que fue vanguardia
internacionalista, tiene como presidente a un bufón. Hundido en la violencia,
la delincuencia, el narco que convive con el poder. Es el territorio donde se
asesinan a más periodistas en todo el mundo -incluyendo los países en guerra- y
desaparecen cientos de habitantes. La obesidad en la población pobre es apenas
un ejemplo del colapso de sus indicadores de Desarrollo Humano.
Los ajusticiamientos a líderes
sociales en Colombia, la situación en Perú, el lento genocidio en Nicaragua, la
represión endémica en El Salvador y Venezuela, Honduras invivible, cientos de
caribeños buscando desesperados caminos a Estados Unidos… La lista es larga;
larga y triste. ¿Qué momento la América de la esperanza se convirtió en el
continente de los sucesivos fracasos?