JOSÉ BAYRO NO ES UN
ÁRBOL PORQUE CAMINA
LUPE CAJÍAS
Presentación de la
obra: Bayro Barroco: Deconstruyendo el trampantojo
Jueves 12 de enero de
2023, Espacio Patiño, La Paz, Bolivia
Cuando un Bayro te llama por teléfono, se produce un extraño
escozor en el vientre. ¿Qué puede querer un Bayro de mí? ¿Qué puedo decirle yo
a un Bayro? Maripositas de temor y de asombro recorren el cuerpo. Enfrentar a
un Bayro es saludar a una estirpe condenada a cien años de excelencia.
Recibir el encargo de presentar una obra desmesurada es
poner a prueba todos los sentidos. Aceptar estar acá es un atrevimiento, que
sólo se puede aliviar con el agradecimiento a José Bayro Corrochano por la
invitación y al Espacio Patiño por el auspicio.
De lo mucho que provoca este libro: “Bayro Barroco:
Deconstruyendo el trampantojo”, escogí apenas unas puertas de ingreso que
titulan: “José Bayro no es un árbol porque camina”.
Primera aldaba: Un cauce desbordado
Entre los Bayro Corrochano todo es exagerado: desde el
sonido de los apellidos forasteros para registrar a los nueve hermanos, todos
hombres, nacidos entre La Paz y Cochabamba. Sólo una madre alegre puede
contener semejante cataclismo. Una interminable mesa para comer, la incansable
cocina, la hilera de catres, la pila de ropa sucia y los cuadernos y lápices de
colores por todas partes.
Pasaron
una niñez y una adolescencia de barrio, de calle y pelota, con vecinos
cariñosos, en una ciudad amable y tormentosa durante las décadas de los 60 y 70
del siglo pasado.
Un hogar acostumbrado a abrir las puertas para ir a jugar y,
sobre todo, para recibir a la muchachada del colegio San Agustín. Llegaban
visitas de todas partes. En la casa de los Bayro Corrochano todo se compartía y
sus habitantes estaban acostumbrados a servir tantas sopas como en un convento
y a veladas en cualquier día de la semana.
El amor al arte comenzó desde palpar los muchos objetos que
coleccionaba el padre, la música que escuchaba la madre, los retratos en las
paredes, los paisajes en los corredores. Más tarde, tener un lugar en el garaje
donde se podía crear artesanías, cuencos, esculturas, dibujos y pinturas.
En una época de clandestinidades, recuerdo que cuando había
un cochabambino en la reunión, siempre se mentaba de una u otra manera a alguno
de los Bayro. Así me volvió a suceder hace un puñado de años cuando escribí un
homenaje a Carlos, el segundo de la prole. La gente no comentaba mi nota sino
traía un recuerdo o una anécdota acerca de la amistad con los Bayro.
Mientras leía el libro de José Bayro que hoy se presenta en
La Paz comprendía que su historia es más lejana: un siglo, dos siglos, el
barroco, la colonia, la sierra y el mar. “Bayro barroco: deconstruyendo el
trampantojo” es un reflejo de espejos infinitos sobre la memoria de las
lecturas, de visitas a los museos, de aulas mexicanas y de talleres infantiles,
pero sobre todo es un recorrido de las huellas en la piel, magia y alquimia.
El título, el juego de palabras en su pronunciación y en su
diseño es la primera trampa. ¿Quién vuelve, dónde retorna, qué presente es ese
pasado? “Deconstruyendo” es en verdad una construcción ladrillo a ladrillo,
recuerdo con recuerdo. Una licencia que puede unir al gigante Camacho del
ambiente pueblerino boliviano con la madrileña desvestida luciendo portaligas,
que no es igual que copiar una maja desnuda.
“El trampantojo” es una técnica pictórica que va bien con
los desmanes del barroco. Esa ilusión óptica, ese engaño a ojos vistas, ese
aviso de José que advierte: entra, pero ya sabes que todo es adivinar los
escondites. Bayro aprovecha sus múltiples sentidos para hacernos ver lo que no
es. Una cantidad de láminas en el libro reproducen tazones, o bailes, o
carteles, o esculturas y fetiches para hacernos creer que son centenarias y no
del año pasado.
Aunque es un enredo avisado -como en los títeres traviesos,
cuando sabemos por dónde saldrá el lobo y queremos avisar a la abuelita- es
imposible zafarse del trazo, las figuras, la paleta, el azul que nos persigue.
Mucho ha escrito José y también sus críticos sobre el simbolismo del azul en su
obra y no voy a citar esas frases. Sin embargo, algo queda imborrable: el azul del
cielo y del agua son los únicos elementos comunes en toda esa “deconstrucción”.
Segunda aldaba: José no es un árbol porque camina
José Bayro me hace cuestionar una consigna que me duró toda
la vida porque la aprendí de mi padre que nos aconsejaba: sean personas con
raíces, pero sin fronteras. Sin embargo, su obra me hace suscribir otra frase.
Es una cita de Ahmed Salman Rushdie.
Cuando la
leí no le hice mucho caso y ahora, al preparar este texto, no encontré mi
apunte con la frase completa. Sólo quiero aclarar que la siguiente imagen no es
de mi autoría.
Dice el escritor indio británico: los hombres no pueden ser
árboles porque tienen dos pies y caminan. José Bayro es una evidencia de ello.
La memoria que lo sustenta no lo arraiga a un sitio, le da alas, lo traslada.
No es el árbol “pegao a la tierra y naides me arranca del
pago en que vivo” que describió Oscar Alfaro en El Chapaco Alzao, sino es el
hombre que deja estelas en la mar, verso a verso, golpe a golpe, el caminante
que ama los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles, como poetizó Antonio Machado
en su inolvidable: Caminante no hay camino, se hace camino al andar.
Físicamente es fácil comprobar ese desplazamiento incesante en
la biografía de José Miguel Bayro Corrachano, nacido en Cochabamba, Bolivia en
1960. Estudios, exposiciones, conferencias, presentaciones en varias ciudades
de Bolivia, de México, de Estados Unidos, Puerto Rico, Canadá, Francia, Italia,
Perú, Chile, España. Reside oficialmente en Puebla, al norte del continente
americano, pero viaja por el mundo aún en tiempos de pandemia.
Espiritualmente, emotivamente, sensorialmente, el andar de
José Bayro es más complejo que los sellos que quedan en el pasaporte.
Es
precisamente el uso del azul el que delata al corazón del Bayro andariego. Sus
imágenes aparentemente alegres y festivas revelan al mismo tiempo una profunda
melancolía, la nostalgia del apátrida. Después de tres días de carnaval llega
el entierro del pepino.
Demasiado
cochabambino para ser mexicano, demasiado mexicano para ser de cualquier parte,
como escribió una poetisa en su exilio.
Le gusta
vivir, brindar, cantar, bromear y así lo expresan sus cuadros con bailes de
carnaval, juegos de cartas, arlequines y modistas, pero es capaz de detener la
mirada y contemplar en silencio como un monje en un monasterio del Monte Athos.
Tercera
y última aldaba: El esfuerzo
El lector
del libro que hoy se presenta estará por siempre agradecido a José Bayro.
La
edición es preciosa. Cada página está cuidada para el deleite de la obra, para
que el lector goce inmerso en el barroco mestizo americano, para que descubra
secretos, como sucede en rinconcitos detrás de los altares de Calamarca o en
ranuras de la fachada del templo paceño de San Francisco.
Hay un
esfuerzo personal y de su equipo para mostrar que es posible unir arte con
empresa, creación con calidad, sentimiento con modernidad. En esa exuberancia
que comentábamos desde el inicio, José Bayro nos regala más de 100 páginas de
color impreso con precisión, con los tonos cercanos al original.
Bayro está por encima de esos lugares comunes del artista maldito
o del artista pobre boliviano o del creador
solitario que no puede vender sus cuadros. Le pregunté, cuando lo conocí, si
tuvo muchas hadas madrinas cuando nació y me confesó que sí, que siempre las
sintió en sus recorridos. Recibió dones, 10 talentos, y los convirtió en
méritos y en el doble de las monedas heredadas. Así podrá presentarse ante el
Señor.
Con sus alas desplazadas por el azul del infinito nos
muestra cómo un pintor acunado en un valle del sur puede lograr convertirse en
un autor de dimensión planetaria.