En estos días se hacen recuentos de batallas localizadas en las tierras bajas de Bolivia. Sin embargo, no se nombra la gran gesta de 1990, la Marcha por el Territorio y la Dignidad. Originarios de la llanura consiguieron convencer al país sobre dos asuntos centrales para el futuro de todos los bolivianos: la necesidad de convocar una Asamblea Constituyente y la urgencia de defender los bosques, afectados por el negocio maderero y el creciente tráfico de drogas.
Esa protesta se originó en
territorios que hasta entonces habían tenido esporádicas experiencias de
reclamos sociales, con poca repercusión nacional. Los indígenas de las llanuras
caminaron hasta tocar la puerta del poder central. Sin dañar a nadie, su
sacrificio les costó solamente a ellos: llagas, enfermedades, pérdidas,
abandonos.
Mientras ascendían por sierras y
montañas, decenas de bolivianos de toda condición étnica y económica se adhirieron
a su compromiso. Así la larga hilera de descamisados se aproximó a las alturas.
Sin plantear ultimátum a otras personas, sin poner plazos a otros movimientos
sociales, consiguieron el respaldo nacional.
Al llegar a las cumbres nevadas, a
casi 5.000 m.s.n.m., pobladores andinos de poncho y ojotas los recibieron con
abrazos, músicas y flores en una de las escenas más conmovedoras en mis 40 años
de periodista.
La historia de las marchas de
Oriente hacia Occidente tuvo varios capítulos hasta 2011. La defensa del
Territorio Indígena del Parque Nacional Isiboro Sécure denunció al mundo el
desmantelamiento de las áreas protegidas bolivianas. Mostró la impostura de los
discursos. Los represores fueron premiados con cargos internacionales.
Ese método heroico y democrático
tuvo su antecedente en la epopeya de los trabajadores mineros que partieron
desde sus centros de trabajo hacia La Paz en agosto de 1986. La dolorosa Marcha
por la Vida fue la despedida del glorioso movimiento del proletariado
ilustrado. Una experiencia bordada por mártires y héroes anónimos. Fue abortada
con las amenazas de bombardear a la masa concentrada en Calamarca y con un gran
despliegue de militares y tanquetas.
Mientras, en Santa Cruz de la
Sierra, un grupo de estudiantes o recién egresados de la Universidad Autónoma
Gabriel René Moreno decidió llamar la atención de sus paisanos sobre lo que
pasaba con el despido masivo de mineros. Con la llamada “Marcha de los Cambas
Descalzos” buscaron sentirse parte de Bolivia desde una región generalmente
indiferente con las luchas sociales de otros lares.
Quiero recordarlos porque fue ese el
gran momento para reflexionar al país desde la región en clave de democracia:
Pedro Cajías de la Vega, paceño, hijo y nieto de cruceños, benianos, migrantes
europeos y con una larga estirpe relacionada con allegados de Ñuflo Chávez en
el siglo XVI; Alejandro Colanzi, abogado, cruceño descendiente de italianos y
cambas, quien este mes fue declarado Doctor Honoris Causa en la Universidad Cristiana
por su trayectoria humanista; Humberto “Beto” Costas, hermano de Rubén, de
largas raíces orientales y consecuente combatiente contra los abusos; Oscar
Ruiz, igualmente comprometido con lo social; Jorge Arturo Valverde, hijo del
líder falangista Carlos Valverde Barbery, joven pionero en la resistencia civil
pacífica.
Partieron desde la plaza principal
de la ciudad hacia el santuario de Cotoca, acompañados por casi un centenar de religiosos
y laicos, en pleno estado de sitio. Descalzos. Sin afectar a nadie con su
protesta simbólica. Caminaron sin tregua hasta la tarde. Una misa, un sacerdote
y una bendición. Las lágrimas por la impotencia eran más dolorosas que los pies
destrozados.
En todas esas movilizaciones
pacíficas, la presencia de la Iglesia Católica y de otros creyentes fue
fundamental. Monseñor Jorge Manrique evitó la masacre entre Sica Sica y
Patacamaya, cuyos preparativos me tocó escuchar cuando los militares nos
detuvieron a un sacerdote, una embarazada, un profesor y a esta periodista por
ayudar a los marchistas.
Tal como registró Jorge Sanjinés, en
cada tramo, con los primeros celajes del alba, encabezaba la despedida minera
un hombre cargado con una enorme cruz; atrás iban como vanguardia las amas de
casa mineras, varias embarazadas, como las mujeres que acompañaron al Nazareno
en su último recorrido terrenal.
Obispos del Beni y de Santa Cruz
bendijeron las partidas de los guaraníes, mojeños, trinitarios, chimanes en el
día dedicado a la Virgen Asunta, en sucesivos 15 de agosto para que esa Madrecita
los cuide.
Fieles seguidores del Evangelio
acompañaron a los cinco cambas descalzos. Su sacrificio no detuvo la
implementación del modelo acuñado en el D.S.21060 pero abrió profundos cauces
para que los habitantes de Santa Cruz, más allá de la Plaza 24 de Septiembre, se
comprometan con las luchas sociales en otros extremos de la patria.