DESDE
LA TIERRA
UN
AMOR DESBORDADO POR LA LIBERTAD
LUPE
CAJIAS
¿Cómo transitarían gentes de toda
ralea en las vísperas del nacimiento de la nueva república en el corazón de la
América del Sur? Los textos históricos tienden a concentrarse en unos nombres y
en unos actos, como la firma del Acta de la Independencia. ¿Los demás, dónde
estaban?
A través de algunas biografías y de
relatos de primera mano, como los que resume el gran Gabriel René Moreno,
sabemos que muchos de los combatientes que batallaron 15 años no fueron
invitados a los solemnes momentos de agosto de 1825.
Entre los ausentes estaba Juana
Azurduy de Padilla, la mujer que había sacrificado su hogar y sus hijos por
perseguir la quimera de la libertad. Quizá escuchó o le contaron el tañido de
las campanas de las muchas iglesias que rodeaban la plaza mayor, en el
inolvidable mediodía.
Vicenta Juaristi Eguino, que había
entregado su fortuna y su tranquilidad a las huestes rebeldes soñando en esa
palabra que repetían: “independencia”, prefirió quedarse en La Paz. Había
parido hijos para hombres peninsulares y criollos y estaba agotada de tanta
bulla. Fue de las primeras que se dio cuenta que el cambio de nombre no
significaba la llegada de mejores épocas. “Hice mi parte”, murmuró a sus críos,
“ahora es su turno”.
¿Qué dirían las madres desesperadas
por ver a sus muchachos que habían partido con los ejércitos con la palabra
“patria” entre sus labios? ¿Cuántos no regresaron ni ese año ni nunca más? Ni
siquiera usaron la mortaja, el nicho reservado en el camposanto.
Estaban las viudas que no aceptaban
el último parte de guerra con la lista de los muertos. Estaban las enamoradas,
ansiosas por reconocer el rostro amado entre los que llegaron junto a los
libertadores venezolanos. Estaban las monjas de claustro que habían conocido la
delicia del amor en medio de los desórdenes de esos años; meses después una de
ellas influyó con su pecado el destino de Bolivia lejos de las ambiciones
argentinas.
¡Cuántas mujeres de recovas y
mercados tejieron guirnaldas y bordaron mantillas para recibir a los héroes, en
Potosí, en Charcas, en sus recorridos victoriosos! Ellas eran las heroínas
silenciosas que habían mantenido las ollas llenas a pesar de los campos
desolados, de los animales sacrificados, de los caminos cerrados.
Quizá fue al verlas y al sentir
tanto cariño, que el caraqueño Simón Bolívar se animó a resumir en una frase lo
que era la nación que lleva su nombre: ¡Bolivia es un amor desenfrenado por la
libertad!
Esa república que está próxima a
cumplir doscientos años de independencia de España convertida en un (No) Estado
Pluri delincuencial, voraz para incendiar tierras y perseguir a la mitad de los
pobladores.
Hay bolivianos que aman
desfrenadamente la libertad; que respetan una bandera tricolor, un escudo
nacional, un himno, los símbolos de una pertenencia que buscó la totalidad y no
la división, el enfrentamiento. ¿De qué “patria” pueden hablar?
¿Cómo será la víspera del 2025 del
país que nos heredaron los abuelos? ¿Existirá? ¿Cuántos bosques quedarán?
¿Cuántos pueblos originarios sobrevivirán? ¿Cuántos ríos podrán beberse?
¿Cuántas hectáreas de coca cubrirán el territorio? ¿Cuántas nuevas avionetas
caerán con polvo blanco? ¿Cuántas nuevas estafas a los bancos, cuántos nuevos
robos enmascarados, cuántos escándalos, cuántos jueces premiados, cuántos
fiscales reincidentes, cuántos ministros sorteados? ¿Cuántos muertos en las
prisiones, cuántos perseguidos, cuántos exiliados? ¿Cuántos fantasmas se
asustarán de los vivos?
¿Cuándo se resignó esa Bolivia que
amaba desenfrenadamente la Libertad?