En los últimos años, los héroes no llevan arcabuces, ni cascos, ni medallas, ni banderas cruzadas sobre el pecho. Los nuevos mártires son los trabajadores de salud que, en silencio, de día o de noche, con frío y sin luz, aceptaron cumplir su juramento intangible y decidieron salvar millones de vidas.
Aunque la vorágine de este ciclo nos
lleve al olvido y a no poder contar los meses sin cuenta de la cuarentena
mundial, debemos recordar y rendir homenaje a los mandiles blancos. Esas
túnicas de tela dura que revoloteaban entre camas, camillas, a veces en las
aceras o atrapadas en una ambulancia que repetía una sirena triste. No
importaba su edad, su sexo, su condición civil, fueron cientos los que dejaron
para algún momento en el futuro la posibilidad de estar en casa, de planificar
un festejo, de salir de viaje.
En muchas ciudades, los vecinos
salían a las ventanas, a los balcones o a los patios, a una hora convenida para
aplaudirles y que el eco de la noche les llegue como un abrazo de
agradecimiento. También les cantaban, alguna vez una ópera, otras una canción
infantil, un Mambrú español, una tarantela italiana.
En Bolivia, no hubo gestos
colectivos. Fueron acciones individuales de llevar un refrigerio a quienes
habían pasado 24 horas o más en el turno. Un regalo de recuerdo por el familiar
salvado. Lastimosamente, hubo también desprecio, miedo absurdo de sacar a una
enfermera de un edificio por temor a un contagio o rumores similares.
Además, en el país se daba un
fenómeno adicional. Desde 2016, por diferentes razones, los médicos agrupados
en su colegio gremial se convirtieron en los portaestandartes de las protestas
sociales.
¿Cómo recordará la historia esas
mareas humanas interminables, de cofias blancas y de guardapolvos abiertos
enfrentando a la represión del Movimiento al Socialismo? Golpes en la cabeza,
gases lacrimógenos, pateaduras, detenciones no consiguieron acobardar a los
galenos nacionales. Al contrario, la población salió en su defensa y la
consigna “Yo apoyo a mi médico (boliviano)” se colaba en coches, fachadas,
oficinas, baños públicos.
El (No) Estado Plurinacional hizo y
todavía hace todo lo posible por hundir al movimiento de los médicos. Quieren
reemplazarlos con técnicos cubanos. Intentan destruir uno de los últimos
colegios profesionales que resiste la arremetida.
Mientras en el otro frente, están
los asesinos, los que matan impunemente a nombre de una guerra, de una
historia, de un imperio medieval o de una leyenda. Vladimir Putin, el demente
que monta a caballo con su pecho desnudo, destruye cada día lo que los médicos
salvaron.
Desde hace seis meses ordena bombardear
a los hospitales para hundir a la niñez ucraniana. Jóvenes médicos y autoridades
de ese país habían levantado una red de centros de salud con esfuerzo y
planificación. Dos días de ataques rusos fueron suficientes para destruirla.
Cada día, a veces cada hora, cada minuto asesinan a una persona indefensa.
Putin no está solo. Igual que Adolfo
Hitler no estuvo solo. Tampoco Augusto Pinochet estuvo aislado. Hay fanáticos
que quieren imitarlo en diferentes escalas: en La Habana condenan a chicos de
13 años a largos años de cárcel por pedir pan; en Managua mandan turbas contra
ancianos sacerdotes; en Las Lomas amparan a los que pegan a mujeres periodistas;
en Caracas disparan contra el joven ladrón y abrazan al político corrupto; en
México asesinan reporteros.
En pocos meses la Humanidad parece
hundirse en un mar de incertidumbre y maldad. Todos los ingredientes para la
catástrofe están acumulados. Putin nos hundió.