Quizá se necesita haber sentido vida en el vientre para comprender a aquellas mujeres que participan en protestas junto a sus hijos, a veces lactantes o muy pequeños, embarazadas; quizá basta ser un ser humano completo para con-moverse, con-mocionarse al contemplar una madre marchando días por un mejor futuro para su familia.
Recuerdo la propaganda en 1977 para
descalificar a las amas de casa mineras que se trasladaron hasta La Paz junto a
sus pequeños para pedir la libertad de sus esposos y de todos los presos
políticos. Hugo Banzer las acusó de ser insensibles por exponer a los chicos,
reemplazados más tarde por Luis Espinal y otros religiosos.
En vez de hacer la pregunta inversa:
¿qué situación lleva a una muchacha o a una abuela a enfrentar al poder de la
mano de su hijito, de su nieto? Como Cornelia, la madre de los Gracos, sacan
fuerza del pecho que dio de mamar para caminar, para resistir.
En los años ochenta, como
periodista, me sentí turbada al cubrir noticias con esas sencillas esposas de
mineros que salían del campamento para ser escuchadas en la gran ciudad. Una
vez, las albergamos en la sede del sindicato de la prensa; dos de sus bebés
estaban muy enfermos y no pude contener las lágrimas cuando los trasladaron al
hospital. Una de ellas dijo: cantemos, y a mí me pareció imposible. Tardé en
reconocer que era otra forma de llorar, mientras batían las palmas para seguir
el bailecito potosino.
Al inicio de los noventa, el país
conoció a otras mujeres valientes, a las más anónimas entre las anónimas. Igual
que en la marcha minera del 86 encabezaban la movilización las nuevas marías,
las candelarias, las magdalenas, las asuntas. Bendecidas desde la salida en las
tierras bajas, subían de pascana a pascana hacia las alturas nevadas. Los peladingos
con alpargatas, la camisa delgada, el pantalón gastado.
Una de ellas, sintió los dolores del
parto en uno de los recodos del sendero y la marcha se detuvo para recibir a la
criatura. Anahí Dignidad abrió los ojos a un mundo que en 30 años continuó
burlando los derechos de sus padres. Aquella vez, en septiembre de 1990, el
gobierno atendió a los marchistas que entraron descalzos a la plaza Murillo, se
abrieron las mesas de diálogo. Un ministro sensible como Mauro Bertero se
preocupó personalmente por el bienestar de la bebé y Monseñor Jesús Juárez la
bautizó.
¡Qué diferente en 2011! Las mujeres
fueron humilladas desde el inicio de la caminata. En Chaparina fueron
golpeadas, maniatadas, cerrados sus labios con cintas plásticas, lanzadas a
camiones o a buses sin conocer dónde partían. Los niños quedaron gimiendo,
desesperados. ¡Cuánta maldad cabe en el corazón de Sacha Llorenti!
Fue un hacendado el que, llorando,
rescató a los pequeños, incluso a un bebé de pecho que había sido dado por
desaparecido. La solidaridad de los vecinos ayudó a salvar a las criaturas y la
resistencia de la población de Rurrenabaque a devolverlos a sus madres. ¡Y
Denis Racicot fue incapaz de denunciar aquello a la ONU! Al contrario, alabó
que en esa misma fecha se organizaban las elecciones judiciales. ¡Vergüenza!
Los mismos de entonces se niegan
ahora a recibir a las madres de la última marcha indígena, a atender a las
embarazadas, a ayudar a los niños. Cercan y gasifican a las cocaleras y a las
ancianas, a las vecinas en Villa Fátima. La Defensoría en silencio porque responde
al estado azul, no a los ciudadanos, no a las madres bolivianas.
Entre tanto, hay quien quiere
presidir una supuesta fundación “de la verdad” para seguir lucrando con los
mártires de las luchas sociales, con apoyo de algún funcionario extranjero pro
masista, pisando la memoria de las madres de desaparecidos.