Un muchacho delgado como su esqueleto, sucio como los trapos que lo cubren a medias, de tez aceitunada opacada por la polución vehicular, se acerca hasta la ventana para un algo que puede ser moneda, sobra o basura. Sólo brillan los ojos verdes, extraños en medio del afán en plena Avenida Montes de La Paz, con algún lejano recuerdo de cariño, de amable abrazo, de fraterno desayuno.
Instintivamente cierro el vidrio,
quiero que cambie la luz roja. Que se vaya. Que no quiero verlo. Que cuidado
jale la cartera. Que está drogado. Que no tiene barbijo. Que detrás del muro
están otros andrajosos como él; otros ñeros vagabundos; los pobres
duros, los que ningún programa de asistencia devolverá su única oportunidad
sobre el planeta. Al partir, quedan en el aire sus súplicas, su voz, su acento
venezolano.
Como él, seis millones nacidos en la
patria de Simón Bolívar presionan en otros miles de semáforos y de caminos, de
trancas y de puentes en una huida sin esperanza para salir de la tierra del mal
hacia la nada. ¡Seis millones!, la mitad de la población boliviana. La misma
cifra de judíos asesinados durante la Segunda Guerra Mundial. De gitanos, de palestinos,
de sirios despojados de su hogar y de la esperanza de vivir en paz.
Seis millones de seres humanos que
el mundo ha aprendido a mirar con indiferencia. “Son venezolanos”. Mientras
inventan negocios de arepas o empanadas, se vuelven peluqueras o mozos, prostitutas
o atracadores, junto a sus mujeres, a los hijos, a los sobrinos, a los recién
nacidos.
Por culpa y responsabilidad
histórica del modelo del socialismo del siglo XXI y de la conducción fallida
del comandante Hugo Chávez Farías, los venezolanos han abandonado su infancia
para buscar en algún lugar alguna salida; no para ellos que ya están perdidos,
para los chicos.
Por culpa y responsabilidad
histórica del heredero del chavismo, el camionero Nicolás Maduro y la corte
palaciega de Miraflores, el futuro venezolano está castrado. Cuando un país
contempla sin poder hacer nada el éxodo de millones de compatriotas porque no
les puede dar ni un mendrugo de pan, el fracaso es para más de tres
generaciones.
No interesa a quién o a quienes
quieran señalar como causa del estropicio para evitar el insomnio con los
millones de rostros perdidos. No hay bloqueo ni imperialismo que cargue con las
decisiones asumidas durante dos décadas para ahogar política, económica y
socialmente a un país que fue el más rico. El chavismo no modificó la herencia
de corrupción y despilfarro de sus antecesores; al contrario, la empeoró y la
aprovechó a nombre de los más desposeídos.
Mientras decenas de otros
venezolanos, muchos exfuncionarios o ex socios de los millonarios negocios
estatales, salieron a comprar casas en Miami o en Madrid, a poblar playas y
casinos, a imitar la riqueza incontable de las hijas de Chávez, de los Sosa, de
los Carvajal.
El mundo debe pagar por ello.
Naciones Unidas recaudó 1500 millones de dólares para atender a los
desplazados, cifras que se nutren del aporte de los que trabajan legalmente, no
del narcotráfico ni del terrorismo de estado. Sumas que se quedarán en
burocracias. ¿Acaso llegará un abrigo al mendigo limpiavidrios?
Y, como bobos que imitan al
fracasado, otros gobernantes llaman hermano a Nicolasito y contratan sus
huestes para sembrar micrófonos, provocar conflictos, preparar masacres,
ordenar prisiones y procesos, vigilar la libertad para ahogarla, para reventar
el continente como han reventado el alma llanera de sus antepasados.