¿Gozan Evo Morales Ayma, Álvaro y Raúl García Linera, Juan Ramón Quintana, Sacha Llorenti, Héctor Arce del derecho al debido proceso por los presuntos delitos cometidos durante 14 años? Aparentemente no. Esa duda debe preocupar a todos los candidatos que se identifiquen con los principios esenciales de la democracia. El Informe de Human Rights Watch no es superficial ni partidario.
Cuando el país recuperó el proceso
constitucional en octubre de 1982, Luis García Mesa, Luis Arce Gómez, los
paramilitares que asaltaron la Central Obrera Boliviana, los asesinos que
torturaron a Luis Espinal, los militares que se aprovecharon de las piedras
preciosas de La Gaiba fueron investigados, acusados y procesados con todo el
rigor de la ley y con el respeto a sus derechos personales.
La madurez de la democracia
boliviana, a pesar de su relativamente corta edad, la solidez de las
organizaciones defensoras de derechos humanos, la dignidad de Cristina Quiroga
Santa Cruz y de los otros familiares de los mártires, colocaron a los
responsables en el banquillo. Esa fue su mayor derrota, gozaron de beneficios
que ellos negaron a los demás durante la dictadura.
No hubo necesidad de pobladas, de
excesos, de venganzas, de arreglos turbios para lograr Justicia. El sistema
funcionaba, con todos sus achaques, los abogados podían sustentar sus pliegos
con base en su conocimiento, como fue el caso de Juan del Granado y de Freddy
Panique; también los abogados defensores, los fiscales, los magistrados.
Funcionaba una sólida cancillería,
con personalidades como Karen Longaric, Jorge Balcázar, Jaime Aparicio, decenas
de servidores públicos que lograron la extradición de García Mesa, no por
afinidades políticas sino por una demanda impecable.
El andamiaje institucional de los
Derechos Humanos era creíble. La Asamblea Permanente de Derechos Humanos de
Bolivia (APDHB), cuyo embrión fue el movimiento “Justicia y Paz”, funcionaba
con activistas voluntarios y con presupuestos mínimos. Inimaginables escenas
como las protagonizadas por Teresa Zubieta para apoderarse por la fuerza de sus
instalaciones.
Había un discurso humanista,
respaldado fuertemente por las iglesias, la católica, la metodista, la
luterana. Parroquias en las ciudades y en el campo, comunidades eclesiásticas
de base eran la columna vertebral del compromiso con la causa del ser humano
libre y digno. Ahora, esa voluntad está disminuida, casi enmudecida, aún
golpeada por tres lustros de persecución con insultos y cercos, algunos
violentos.
Desde 1982, con el paso de la
dictadura al gobierno constitucional, el propio estado aumentó sus capacidades
para defender los derechos humanos de todos los bolivianos y cumplir con sus
compromisos internacionales. No sólo reformas constitucionales y mejoramiento
en la normativa como logró René Blatman, sino la creación de la Defensoría del
Pueblo. Desde que Morales instruyó que la entidad lo defienda a él, la hizo
pedazos. Aun así, Nadia Alejandra Cruz Tarifa debe tener derecho al debido
proceso, ahora que se aproxima el final de su usurpación.
En estos meses, el gobierno ha
denunciado varios hechos de violación de derechos humanos, de inmoralidad
penada por ley, de corrupción y de ataques a la población, pero no logra darles
un sustento suficiente, una base institucionalista por encima de lo político.
El enredo, quizá más por incapacidad que por mala fe, puede ser un boomerang.
Hasta el peor asesino tiene derechos. Lo contrario es volverlo víctima y
dejarlo impune.