Qué emocionante ver a colegas
cubiertos con cascos y con rodilleras improvisadas filmando la vigilia de los
jóvenes en el aeropuerto de El Alto; enviando imágenes de las distintas resistencias
en sus duros enfrentamientos contra los grupos de choque del Movimiento al
Socialismo (MAS); o grabando desde un árbol el discurso fogoso de algún actor
social.
Recordé una lejana cobertura, cuando
una manifestación multitudinaria bajaba desde hacia la Garita de Lima, el
mítico barrio paceño. Ahí Freddy Alborta, fotógrafo de “Presencia”, disparaba
su cámara para grabar la historia. Ante la presión de la masa muchos escapaban;
él se mantenía inmóvil. “El periódico me paga 10 pesos por cada foto y arriesgo
mis equipos, que son propios, pero es más fuerte el compromiso de ilustrar lo
que sucede”, me comentó, tan sencillo como era.
Un compromiso que los reporteros
bolivianos cumplieron estos días sin pausa y con una profunda convicción. En
sus casas, una madre o un amado esperaban orando hasta su retorno, pero no toda
la población se da cuenta de ese sacrificio pues es tan frecuente la
inseguridad en este ejercicio profesional que ya no llama la atención.
El peligro se acentuó desde la
llegada al poder de Evo Morales Ayma y de un conjunto de personas que se
negaron a facilitar el trabajo de los medios de comunicación. En la zona del
circuito coca cocaína, en el seguimiento a protestas como en Chaparina o en la
Plaza Murillo, muchos reporteros enfrentaron un método que poco a poco cobró
más alcance: la acción de patotas barnizadas con militancia azul, más cercanas
a las pandillas.
En esas semanas muchos periodistas y
medios de comunicación tuvieron que padecer el hostigamiento de las turbas,
sobre todo las más exaltadas.
Fue muy difícil mantener una
cobertura serena, apegada a la búsqueda de la verdad, equilibrada. Los apuros se
acrecentaron después del informe publicado por la OEA sobre las irregularidades
en las elecciones del 20 de octubre. Desesperadas, turbas anónimas (sin
capitanes ni comandantes, pero seguramente pagadas) agredieron al pueblo y en
especial a la prensa al extremo de incendiar la casa de la reconocida colega
Casimira Lema. Al menos tres medios escritos y varios canales no pudieron
trabajar con normalidad.
Al otro extremo, TELESUR mantuvo la
línea de desinformar adaptando el libreto venezolano al caso boliviano y la
insistencia de BTV para distorsionar la realidad.
Sin embargo, en esta nueva etapa
debemos dejar que hablen todas las voces, aún aquellas que sirvieron a Morales,
sea por convicción ideológica o por otro interés.
Está pendiente el futuro del
Ministerio de Comunicación cuyos titulares cumplieron el rol más perverso en
estos 14 años, desde la gestión de Alex Contreras hasta el patético Manuel
Canelas. Colegas que gozaban de prestigio salieron embadurnadas de
intolerancia, odio, corrupción y hasta denuncias no resueltas sobre acoso
sexual en los medios estatales.
Iván Canelas, el mismo que comparó a
Evo con Cristo, dejó la línea de la sutil persecución a colegas y a medios, el
chantaje económico y la compra de conciencias.
Ojalá que ahora veamos un ministerio
que informe y que deje de lado la propaganda, que tenga un presupuesto
suficiente, equitativo y oportuno y que el Palacio de Evo sea un lugar para la
cultura con sus salas y salones, para alojar a artistas y multiplicar las
expresiones creativas que fueron la cara más linda de estos 21 días.