Está en los archivos de la historia
el programa televisivo estadounidense que reveló con detalles la relación de
militares bolivianos con el tráfico de estupefacientes. En 1980 se llamó el “golpe
de los narcos” a la asonada sangrienta que interrumpió el proceso democrático.
Sus protagonistas fueron condenados por la violación de los Derechos Humanos
pero, salvo un caso, no hubo sentencia por sus delitos comunes; es más, varios cobran todavía
sus rentas –como todos los
jubilados de las FF.AA- con el 100% de sus salarios.
La relación de la cocaína con el
poder político boliviano no era nueva, comenzó justamente en otras etapas de
dictadura y continuó con diferentes expresiones a lo largo de los años,
incluyendo la oferta de un alto capo para ayudar a las finanzas públicas en
tiempos de crisis. El momento de reflexión colectiva sucedió después de los
asesinatos en cadena en el llamado caso Huanchaca.
También supimos en los años ochenta
que bandas como los “novios de la muerte” aglutinaban atentados, ideologías
violentas y tráfico de drogas entre Bolivia y Europa. Recién en la siguiente
década se conoció que la tentación llegó a la izquierda latinoamericana,
incluyendo los más revolucionarios.
La prensa denunció diferentes hechos
y también durante al menos 25 años defendió al eslabón más débil de la
trasnacional más poderosa del mundo, los productores de coca del trópico
cochabambino. Formó comisiones y alentó investigaciones sobre los excesos de la
DEA estadounidense y de su doble moral.
Quizá fue un enorme error
estratégico, inocente, pero con repercusiones terribles a la luz que da el
tiempo, que todo lo devela y aclara.
Desde 2006 gobierna en Bolivia el
máximo dirigente cocalero del área cuestionada, Evo Morales Ayma, y desde
entonces (con algunos subibajas) aumenta la producción de coca. La persecución
a los rivales legales en el área tradicional de los Yungas paceños es impecable
y feroz, como no fue en decenios pasados.
La trampa contra Franklin Gutiérrez
es otra de las grandes perversidades del Estado Plurinacional que no
sensibiliza a la Comisión de la Verdad ni a ninguna entidad defensora de los
derechos humanos desde el Estado.
Ahora protegen al victimador.
La producción de cocaína es cada vez
más sofisticada, además de otros estupefacientes y plantaciones de marihuana.
El involucramiento de los diferentes niveles del estado horroriza ante la
historia reciente de Colombia, de México y también de países asiáticos. Las
drogas tienen el poder de disolver a las sociedades más ingenuas.
Los nuevos casos nos revelan además
cómo la justicia que persigue a Gutiérrez apaña a los acusados de narcotráfico
de alto vuelo, disfrazados de policías, de empresarios, de dirigentes deportivos.
Los rostros que salen en las pantallas, seguramente por una pelea entre ellos,
no son ya los de los traficantes de mostachos y collar de oro, son gorditos,
usan lentes, visten fino lino.
El futuro gobierno que reemplazará
al actual debe comprometerse en sus programas y desde su primer día de gestión
en el combate frontal a esta delincuencia internacional, favorecida por la
corrupción, su hermana gemela.
No es ya un asunto económico, de
relaciones norte sur o de división del trabajo, menos de moral, es de esperanza
en una nación de bienestar o morir en un estado putrefacto.