Esta nota circulará el viernes de
Carnaval, víspera del desenfreno alegre de las carnestolendas y de todo ese
torrente que significa la celebración de una de las fiestas más mestizas y más tradicionales
en Bolivia, tanto a nivel urbano como rural.
Mucha tinta ya se gastó en intentar
comprender estos días que unen plegarias con coqueteos y cruces con
provocaciones o por qué en nuestro país es feriado tan importante y en otros
países tan opaco, por qué se da en Oruro, generación tras generación, semejante
fiesta tan fastuosa, inimitable. No es mi intención recordar aquellos estudios
sociológicos o históricos o los aportes de Nathan Wachtel o de Beatriz Rossels.
Mi inquietud es intentar comprender
en qué momento la diversión cruza una línea roja y se convierte en
autodestrucción. En qué momento el exceso del exceso termina con una mujer
descuartizada, o con unos niños testigos de violencias que marcarán para
siempre sus destinos, o con peleas que trazan heridas irreversibles, muertes.
¿Puede haber goce sin desborde?
Probablemente pocos salen a
carnavalear pensando en culminar la fiesta pegando a su pareja o rompiendo una
botella en la cabeza de su amigo o botado inconsciente en una vereda. Sin
embargo, algo pasa, sobre todo entre las formas de ebriedad de los bolivianos
que provoca el estropicio.
¿Por qué los bolivianos beben “hasta
las últimas consecuencias”? En muchos otros lugares del continente, más alegres
y rumberos, el compartir baile y trago no es sinónimo de llanto y quejumbrosos
lamentos al final del encuentro. Acá, “el trancazo” es un gravísimo problema
social, tanto que no se solucionará con leyes secas o prohibiciones y nos
empata con otras sociedades afectadas por el alcoholismo como la inglesa o la
rusa.
El ejemplo del caso llamado “manada
boliviana” llama la atención, más allá que los manejos policiales y
periodísticos puedan ser cuestionables. El caso pudo pasar desapercibido,
aparentemente, si la muchacha no convulsionaba. ¿Quiénes son los responsables?
¿Sólo los hombres, la oferta de drogas, los locales de diversión, los moteles
compinches?
En más de un ambiente cuentan cómo
quedan adolescentes en los famosos garajes carnavaleros, a veces semi desnudas,
manoseadas, ultrajadas. Algún taxista las lleva a su casa. ¿Por qué la
diversión se convierte en humillación? ¿Cuál es el rol de la propia familia
como contención a estos sucesos?
En demasiados informes policiales
procedentes de todo el país se conocen que las violaciones, vejaciones y
feminicidios ocurren junto a episodios de borracheras. El desorden, el
desmadre, es parte de la fiesta, pero por qué el festejo termina tan mal.
Las autoridades que promueven la ley
seca indican que quieren evitar el llanto de muchísimas mujeres, hijas, madres,
esposas, novias. Otros hablan de falta de educación, de falta de campañas
preventivas. También se comenta sobre la decadencia moral por los ejemplos de
altos funcionarios públicos embriagados en locales oficiales, promoviendo
escándalos, con un discurso machista y degradante.
No existen respuestas fáciles. Hay
diagnósticos, no soluciones.
En cualquier caso, sin tropezar en
falsos moralismos o en cercar la esencia festiva y provocativa del Carnaval,
ojalá que hombres y mujeres intenten un minuto de reflexión antes de salir de
la casa a la diversión.