En estos carnavales pienso en
aquellos amigos fantásticos que me contaban las tradiciones paceñas en estos y
otros festejos; diferentes biografías ocultas de pepinos y mascaritas que
habitaban la entrañable ciudad; las costumbres matutinas, los susurros
nocturnos, lo que se publicaba, lo que se escondía.
Todavía no entiendo por qué fui
escogida por ellos para tantas confidencias. Quizá porque desde niña preferí la
amistad masculina; quizá porque siempre me gustó escuchar relatos; quizá porque
me sensibilizan más las personas de otras generaciones.
Lo cierto es que era muy jovencita cuando
caminaba por la Avenida Villazón y me llamó don Antonio Paredes Candia a
sentarme a su lado, en un banquito pegado al anaquel que él tenía ahí para
vender libros y folletos a los transeúntes, principalmente estudiantes.
Comentaba algún nuevo texto que acababa de
publicar, me contaba sobre los hijos de curas, sobre la bohemia de Ismael
Sotomayor, sobre el amante de Isabel Zuazo, sobre el verdadero padre de Marcelo
Quiroga, sobre las cholas enriquecidas, sobre la viuda mendiga muerta sobre un
colchón lleno de dinero. Con mis hijos probamos sus potajes coloniales en su
casa, frente a la Estación Central.
Al poco llegaba don Flavio Machicado y se
unía al cotilleo con otros datos, los fumadores de opio en los años 30, los que
consumían cocaína antes de ir a las veladas del Teatro Municipal en los años
40, las fortunas mal habidas, los aventureros que llegaban en busca de minas,
las prostitutas chilenas. Con don Flavio caminábamos por la 6 de Agosto, la
Aspiazu y la Ecuador hasta su casa. Él decía que no tomaba taxi ni colectivo
porque así se perdería muchas escenas cotidianas; desde niño era un gran
caminante junto a su padre por la Cordillera Quimsa Cruz. Gracias a su hijo
Eduardo “Loro”, adoptamos la costumbre de tomar té todos los miércoles, hasta
su muerte. Mi primogénito lo llamaba “Tata”.
Me contaron sus vidas, me abrieron su
corazón.
Tampoco puedo olvidar a mi otro amigo a la
hora de la merienda, con tinte oriental, don Guillermo Aponte Burela, quien me
confió historias que, supe luego, no contaba a nadie. Se unía al atardecer su
amada Martita, poetisa y bailarina.
En cambio, José “Pepe” Ballón llegaba a mi
casa los domingos para mimarme con mi queso preferido. Recordaba su vida, la
vida de los artistas bolivianos, las luchas sociales en los años cincuenta y
crónicas insólitas sobre el exilio de los comunistas.
Compartí café mañanero con Juan Lechín en
el “Ely” o en el “Lechingrado” y tuve la buena idea de anotar sus anécdotas; a
la charla se unían Armando Morales, Víctor López- silencioso-, Noel Vázquez.
Risas, ironías, romances entre persecuciones y huelgas, citas literarias,
recuerdos de las chicherías en las minas.
El más ameno, Líber Forty, con su memoria
prodigiosa y su habilidad para unir las biografías con sus ideas centrales
sobre la humanidad, la ternura, la necesidad de liberar al ser humano a través
del arte. Me confió las cartas que dictaba su madre analfabeta y las cartas de
su compañera, su vida más oculta.
Fueron sin duda, las amistades más
determinantes en mi vocación.