lunes, 5 de febrero de 2018

ÉDEN EN EL ALTIPLANO O EL MUNDO FEMENINO PERDIDO

            “De la historia, desde adentro, de los judeo conversos: los así llamados marranos, está casi todo, todavía, por escribirse, tanto en España como en América. Una explicación de este silencio es, probablemente, que ellos, en Occidente, encarnan el principio contradictorio: ser judíos y católicos, al mismo tiempo”.
            Este primer párrafo en la contratapa de “Edén en el altiplano” (2016) de Todros Halevi fue lo primero que atrajo mi compra en la última Feria del Libro de La Paz. En las siguientes líneas se adelanta que el autor inaugura el género al contar desde adentro la historia familiar de unos marranos sefardíes y se presenta como judeo-católico y también animista. Para complejizar aún más su enfoque, el escenario es un ayllu- hacienda del altiplano húmedo que bordea al Lago Titicaca entre Perú y Bolivia.
            Hace tiempo que busco narrativa sobre los sefardíes en Sudamérica, en Bolivia, particularmente en Santa Cruz, en la Chiquitanía y en Portachuelo donde llegó mi más remoto tronco familiar hace 500 años. El gran estudioso Francisco Roig ha logrado desentrañar la genealogía de los Arias, sefardíes del sur español y con ilustres nombres en la historia de la colonización después de los cruentos años de la conquista.
            Mi bisabuela Fructuosa Arias, joven viuda de un sirio, dio a luz a mi abuela Dora de su relación con uno de esos alemanes aventureros atraídos por el auge de la goma amazónica, Otto Kaufmann. Los Kaufmann más tarde se emparentaron con portugueses, con nazis y con judíos que ayudaron a combatirlos. El caleidoscopio de etnias, religiones y geografías que me permiten sentirme ciudadana del mundo.
            Desde niña escuché hablar, casi en susurros, sobre los sefardíes y en más de una ocasión se comparaba el rostro de alguno de los muchachos o de las chicas con algún  recuerdo borroso de esa herencia.
            En mis distintos viajes  he intentado indagar sobre ellos o conocer cómo son ahora en países donde emigraron cuando fueron expulsados por los Reyes Católicos desde España en 1492 y mantienen todavía comunidades. Por ejemplo, en Turquía viven varios miles y muchos han podido recobrar la nacionalidad española (por tanto de la Unión Europea) por un convenio que rige desde los años ochenta del pasado siglo.
            Casi ya nadie habla ladino y las vestimentas se han modernizado, pero quedan los rasgos hermosos, los negros y largos cabellos entre las mujeres, las ceremonias religiosas, los apellidos relacionados con comarcas hispanas y el mundo femenino. No olvidemos que la cultura del Sefarad se nutre también con grupos judíos de Persia, de Armenia, de la India y en El-Andaluz apreciaron la tolerancia y amistad islámica. El imperio otomano les dio cobijo cuando en Europa los perseguían.
            Muchos de sus tejidos, de sus obras de arte y de artesanía, de su arquitectura, de su pensamiento puede ser confundido con las otras grandes culturas orientales porque mantienen esos rasgos, igual que su poesía y la música que prefieren.
            El libro de Halevi me trajo la oportunidad de conocer más sobre los rasgos cotidianos en una familia sefardita entre Puno y Copacabana, aunque aparentemente vivía aislada. Ni en Perú ni en Bolivia se destaca esa comunidad como una de las más numerosas, como sucede, por ejemplo, en Argentina.
            Asombrada, a medida que avanzaba en la lectura me di cuenta que el nombre del autor escondía a un conocido científico social radicado en Bolivia hace décadas y que hábilmente logra novelar su autobiografía, que es a la vez reflejo de una generación, la que nació después de la Segunda Guerra Mundial.
            El lenguaje es pesado y faltó una más cuidadosa corrección de estilo; las frases y los párrafos son demasiado largos. Aun así es una lectura cautivante y aparentemente es el primer tomo de una serie que publicará la flamante “Ediciones En un lugar de la Mâcha” (escrito en versión antigua, sic).
            La narración se inicia cuando el hijo/autor presencia las últimas horas de la matriarca de la familia que vivió en Posoconi, su madre, “esa fiera y entrañable guerrera de la vida”. Mientras la contempla agonizante, alcanza a preguntarle sobre algunas imágenes de la infancia en la hacienda Waita, y brotan las primeras nostalgias y la urgencia de escribir.
            Ahí vivió la familia los años más intensos que son descritos en más de 200 páginas con cuidadoso detalle por el autor. La madre jovencita en su bicicleta y él bebé sentado en un cestillo de mimbre, los paseos, los intercambios desde el original mundo urbano con el mundo rural aymara, las amistades entre la patrona y las empleadas, el rol de la niñera, las parteras, las tejedoras.
            El autor, futuro investigador del mundo aymara, de la visión del mundo originario y de las relaciones sociales en los ayllus andinos, describe diferentes momentos en la hacienda donde los antiguos saberes precolombinos encuentran las soluciones a los desastres naturales como la helada o la sequía.
            El mundo se afuera se relaciona más con su padre sefardita y los amigos de origen europeo, judíos.
            En cambio, en la casa es la tradición andina la que sobresale. Con una sensibilidad exquisita, el autor /niño reproduce las sensaciones en sus primeros años de vida cuando contemplaba a las mujeres de la casa intercambiar conocimientos mientras tejían. Tejidos que tenían un sentido más profundo que sólo la utilidad o el abrigo, por los colores, los tintes, las formas de enhebrar y de combinar la urdimbre.
            En la cocina es la mujer la que define qué y cuánto come la familia y cada estación es un ritual, desde la leche ordeñada al amanecer, calentada, servida, compartida, el horneado de los panecillos, las meriendas, las recetas, los avíos para los viajes a la gran ciudad.
            Ese reinado que ya no existe, que las modernidades y feminismos fundamentalistas han desterrado. Seguramente nuestros nietos ya no conocerán ese ambiente que nosotros aún gozamos, sobre todo al atardecer. El olor del arroz recién graneado, las tortillas y frituras, los caldillos. Un reinado que en el Mediterráneo combinó con el misticismo y la comunión, el ágape.
            El fogón donde además las mujeres trasmitían conocimientos, tradiciones, cultura, cuentos de aparecidos y leyendas antiguas. Ahora las mujeres ya no son las protagonistas en esos espacios.
            Otro lugar femenino ya perdido, que Todros describe con ternura, es el de las mujeres reunidas para esperar y ayudar en un nuevo parto en la comunidad, una más sabia y experimentada, otra que trae el agua, la que consuela a la parturienta, la que mantiene la calma y ese amplio sentimiento de misterio cuando una persona da el primer alarido al llegar a este planeta.
            El padre le enseña a enfrentar viajes y peligros, animales y paisajes, la madre es la presencia. Madre que cura las heridas en la rodilla y alivia las primeras heridas del alma, los muchos miedos. Es la que promueve la vida y, al mismo tiempo, la que más se empeña en alejar la idea de la muerte entre los niños con oraciones y plegarias compartidas desde el lejano Sefarad y recitadas entre ruegos a la Pachamama y al trueno del altiplano sudamericano.
            Le editorial anuncia nuevos tomos sobre los marranos y los sefardíes en estos lados. Al mismo tiempo, la obra invita a que otros de los muchos herederos de las familias judeo católicas bolivianas escriban sus experiencias.