“De la historia, desde adentro, de
los judeo conversos: los así llamados marranos, está casi todo, todavía, por
escribirse, tanto en España como en América. Una explicación de este silencio
es, probablemente, que ellos, en Occidente, encarnan el principio
contradictorio: ser judíos y católicos, al mismo tiempo”.
Este primer párrafo en la contratapa
de “Edén en el altiplano” (2016) de Todros Halevi fue lo primero que atrajo mi
compra en la última Feria del Libro de La Paz. En las siguientes líneas se
adelanta que el autor inaugura el género al contar desde adentro la historia
familiar de unos marranos sefardíes y se presenta como judeo-católico y también
animista. Para complejizar aún más su enfoque, el escenario es un ayllu-
hacienda del altiplano húmedo que bordea al Lago Titicaca entre Perú y Bolivia.
Hace tiempo que busco narrativa
sobre los sefardíes en Sudamérica, en Bolivia, particularmente en Santa Cruz,
en la Chiquitanía y en Portachuelo donde llegó mi más remoto tronco familiar
hace 500 años. El gran estudioso Francisco Roig ha logrado desentrañar la
genealogía de los Arias, sefardíes del sur español y con ilustres nombres en la
historia de la colonización después de los cruentos años de la conquista.
Mi bisabuela Fructuosa Arias, joven
viuda de un sirio, dio a luz a mi abuela Dora de su relación con uno de esos
alemanes aventureros atraídos por el auge de la goma amazónica, Otto Kaufmann.
Los Kaufmann más tarde se emparentaron con portugueses, con nazis y con judíos
que ayudaron a combatirlos. El caleidoscopio de etnias, religiones y geografías
que me permiten sentirme ciudadana del mundo.
Desde niña escuché hablar, casi en
susurros, sobre los sefardíes y en más de una ocasión se comparaba el rostro de
alguno de los muchachos o de las chicas con algún recuerdo borroso de esa herencia.
En mis distintos viajes he intentado indagar sobre ellos o conocer
cómo son ahora en países donde emigraron cuando fueron expulsados por los Reyes
Católicos desde España en 1492 y mantienen todavía comunidades. Por ejemplo, en
Turquía viven varios miles y muchos han podido recobrar la nacionalidad
española (por tanto de la Unión Europea) por un convenio que rige desde los
años ochenta del pasado siglo.
Casi ya nadie habla ladino y las
vestimentas se han modernizado, pero quedan los rasgos hermosos, los negros y
largos cabellos entre las mujeres, las ceremonias religiosas, los apellidos
relacionados con comarcas hispanas y el mundo femenino. No olvidemos que la
cultura del Sefarad se nutre también con grupos judíos de Persia, de Armenia,
de la India y en El-Andaluz apreciaron la tolerancia y amistad islámica. El
imperio otomano les dio cobijo cuando en Europa los perseguían.
Muchos de sus tejidos, de sus obras
de arte y de artesanía, de su arquitectura, de su pensamiento puede ser
confundido con las otras grandes culturas orientales porque mantienen esos
rasgos, igual que su poesía y la música que prefieren.
El libro de Halevi me trajo la
oportunidad de conocer más sobre los rasgos cotidianos en una familia sefardita
entre Puno y Copacabana, aunque aparentemente vivía aislada. Ni en Perú ni en
Bolivia se destaca esa comunidad como una de las más numerosas, como sucede,
por ejemplo, en Argentina.
Asombrada, a medida que avanzaba en
la lectura me di cuenta que el nombre del autor escondía a un conocido científico
social radicado en Bolivia hace décadas y que hábilmente logra novelar su
autobiografía, que es a la vez reflejo de una generación, la que nació después
de la Segunda Guerra Mundial.
El lenguaje es pesado y faltó una
más cuidadosa corrección de estilo; las frases y los párrafos son demasiado
largos. Aun así es una lectura cautivante y aparentemente es el primer tomo de
una serie que publicará la flamante “Ediciones En un lugar de la Mâcha”
(escrito en versión antigua, sic).
La narración se inicia cuando el
hijo/autor presencia las últimas horas de la matriarca de la familia que vivió
en Posoconi, su madre, “esa fiera y entrañable guerrera de la vida”. Mientras
la contempla agonizante, alcanza a preguntarle sobre algunas imágenes de la
infancia en la hacienda Waita, y brotan las primeras nostalgias y la urgencia
de escribir.
Ahí vivió la familia los años más
intensos que son descritos en más de 200 páginas con cuidadoso detalle por el
autor. La madre jovencita en su bicicleta y él bebé sentado en un cestillo de
mimbre, los paseos, los intercambios desde el original mundo urbano con el
mundo rural aymara, las amistades entre la patrona y las empleadas, el rol de
la niñera, las parteras, las tejedoras.
El autor, futuro investigador del
mundo aymara, de la visión del mundo originario y de las relaciones sociales en
los ayllus andinos, describe diferentes momentos en la hacienda donde los
antiguos saberes precolombinos encuentran las soluciones a los desastres
naturales como la helada o la sequía.
El mundo se afuera se relaciona más
con su padre sefardita y los amigos de origen europeo, judíos.
En cambio, en la casa es la
tradición andina la que sobresale. Con una sensibilidad exquisita, el autor
/niño reproduce las sensaciones en sus primeros años de vida cuando contemplaba
a las mujeres de la casa intercambiar conocimientos mientras tejían. Tejidos
que tenían un sentido más profundo que sólo la utilidad o el abrigo, por los
colores, los tintes, las formas de enhebrar y de combinar la urdimbre.
En la cocina es la mujer la que
define qué y cuánto come la familia y cada estación es un ritual, desde la
leche ordeñada al amanecer, calentada, servida, compartida, el horneado de los
panecillos, las meriendas, las recetas, los avíos para los viajes a la gran ciudad.
Ese reinado que ya no existe, que
las modernidades y feminismos fundamentalistas han desterrado. Seguramente
nuestros nietos ya no conocerán ese ambiente que nosotros aún gozamos, sobre
todo al atardecer. El olor del arroz recién graneado, las tortillas y frituras,
los caldillos. Un reinado que en el Mediterráneo combinó con el misticismo y la
comunión, el ágape.
El fogón donde además las mujeres trasmitían
conocimientos, tradiciones, cultura, cuentos de aparecidos y leyendas antiguas.
Ahora las mujeres ya no son las protagonistas en esos espacios.
Otro lugar femenino ya perdido, que
Todros describe con ternura, es el de las mujeres reunidas para esperar y ayudar
en un nuevo parto en la comunidad, una más sabia y experimentada, otra que trae
el agua, la que consuela a la parturienta, la que mantiene la calma y ese
amplio sentimiento de misterio cuando una persona da el primer alarido al
llegar a este planeta.
El padre le enseña a enfrentar
viajes y peligros, animales y paisajes, la madre es la presencia. Madre que
cura las heridas en la rodilla y alivia las primeras heridas del alma, los
muchos miedos. Es la que promueve la vida y, al mismo tiempo, la que más se
empeña en alejar la idea de la muerte entre los niños con oraciones y plegarias
compartidas desde el lejano Sefarad y recitadas entre ruegos a la Pachamama y
al trueno del altiplano sudamericano.
Le editorial anuncia nuevos tomos
sobre los marranos y los sefardíes en estos lados. Al mismo tiempo, la obra
invita a que otros de los muchos herederos de las familias judeo católicas
bolivianas escriban sus experiencias.