Al tiempo que sonaban las diez campanadas nocturnas de la capilla del Montículo, los niños se arremolinaban alrededor de la radio a transistores de la casona paterna para escuchar temblando el único programa de misterio que había en el éter nacional. Cuántas emisiones se acumularían bajo la conducción del hombre que hizo del periodismo una profesión decente.
“Apague
la luz y escuche” representó a una generación que creció en los años en los que
todavía se necesitaban velas porque la potencia de la energía eléctrica no
duraba toda la noche. Era hermoso. Oscurecía casi al mismo tiempo en que
terminaba la cena; acostarse, lavarse los dientes, cepillarse el cabello y atender
en comunidad la historia de algún espanto.
Era, por
muchos años, simplemente una voz. Una voz grave. Una voz profunda. Una voz
inconfundible. Una voz que había empezado adolescente, pegada al micrófono de
una emisora con un nombre que habría de distinguir el apego de aquel hombre a
la Libertad.
En 1959
ya era el director de Radio Altiplano, otro nombre con significado profundo
para su vida. Amaba la altiplanicie como paceño de cepa, nacido en el corazón urbano
que marca la frontera entre Chuquiago y la urbe criolla. Fue bautizado en la
capilla barroca de San Francisco, donde quizá percibió los primeros acordes de
la música culta que distinguió su biografía.
Con los
años recreó las páginas de Alberto Crespo en el programa “Hola América Andina”,
auspiciado por el Convenio Andrés Bello; esa América de páramos y torrentes. El
continente le importó siempre, como espacio vital, como exageración geográfica,
como noticia. Eran sus amigos el guitarrero Alfredo Zitarrosa o el titiritero
Darío Gonzáles en su transitar por La Paz, las bailarinas chilenas, la
compositora venezolana, los poetas bajo el río Grande, el son cubano.
Fundó en
los inicios de la F.M. “Radio Cumbre” para regalar a la audiencia una
programación que alternaba Mozart, Vivaldi, Bach, Beethoven, Villalpando,
Wagner, Ginastera: sinfonías, óperas, melodías. Una radio para compartir las
sensaciones placenteras; no para acumular dinero. Pasó noventa años disfrutando
la buena música hasta que, cuando la tierra cubrió su féretro, también lo
despidieron las melodías amadas.
La voz
cobró cuerpo cuando apareció en la televisión. Su registró se unió a los
bigotes de la esbelta figura: “-Sí, correcto”- para alegrar infinitamente a los
concursantes de esos programas inolvidables. Los espectadores disfrutaban como
ellos cada respuesta acertada. Todos aprendían de música, de literatura, de
historia de personajes o de James Bond. Era la época dorada de la televisión
nacional.
En su
casa, compartía el amor por la creación y la estética con una compañera que
dirigía obras de teatro y las hijas amantes de la danza y de la enseñanza.
Familia agrandada con los nietos, herederos de las mismas querencias de radio,
orquesta, cine, ballet, libros, muchos libros, artes plásticas.
Causó asombro
cuando la voz se volvió familiar en el barrio de Sopocachi, que amaba caminar,
otro gusto que heredó a la familia. Cómo decía don Flavio Machicado, para qué
tomar un taxi si se puede disfrutar un paseo, observar, encontrar a los amigos,
a los vecinos.
Era él.
El mismo que formó periodistas en cada lugar donde trabajó, sobre todo en la
mítica Radio Cristal, la radio sin estridencias. En el velorio se escuchaban
las historias de la jovencita que impulsó a salir en busca de la noticia, de la
locutora que aprendió con él a modular la voz, de los colegas que gozaron su
amistad. Hombre sin enemigos.
Era de
los periodistas que no se silencian; a la vez, de los que no aprovechan su
llegada masiva para denigrar a enemigos o ganar favoritismos. Fue el pionero de
los noticieros de largo aliento, desde la calle; de las entrevistas en
profundidad; de la participación de todo aquel que gestaba algún hecho
cultural. Atendía con la misma solemnidad al charanguista de la peña como al
premio nobel peruano.
Radio
Cristal era la emisora correspondiente para difundir las noticias de la BBC o
de la Radio Neerland. A media jornada, los paceños ya sabían lo que sucedía en
la sede de gobierno, en el país, en el mundo. Sin estridencias. No faltaban los
espacios deportivos y las coberturas pioneras a las elecciones nacionales, las
protestas, las sesiones parlamentarias.
La voz
también se colaba en las manos para escribir con pulcritud columnas de opinión
en los principales periódicos del país. Escritos que reflejan su amplio
conocimiento de cultura y de historia (en la radio también ponía voz a la
investigación de Luis S. Crespo sobre el día histórico). Reunidos en un libro,
son una breve enseñanza de la coyuntura nacional, con el mismo timbre
equilibrado y serenísimo del sonido de la voz.
Participó
activamente en los gremios de la prensa, como dirigente, como miembro del
Tribunal de Honor, como redactor del más certero Código de Ética de la
Asociación de Periodistas de La Paz. Mereció muchas distinciones, entre ellas
el Premio Nacional de Periodismo.
Esa voz
se volvió susurro con las luces del amanecer del pasado 19 de diciembre en la
misma ciudad donde nació. Al atardecer, volvió a sonar porque las grabaciones con
la voz de Mario Castro Monterrey permanecerán en la eternidad.