Cuando
anuncié mi embarazo aquel verano caribeño, todas las mujeres de la familia se
movilizaron. Una nueva guagua era siempre una alegría para la casa, a pesar de
los muchos hijos y sobrinos. Hermanas y cuñadas ofrecieron los vestidos usados escasos
nueve meses que rotarían durante años por toda la parentela. Seguramente, al
bebé no le faltaría nada con tantos antepasados.
Lo nuevo
para mí era la cascada de consejos que mis tías, sus amigas, las vecinas, me transmitieron.
No cocinar frente a la hornilla para evitar que la placenta se pegue. Comer una
manzana verde diaria para parir una criatura hermosa. Acariciar el vientre en
el sentido de las agujas del reloj para no enredar el cordón umbilical. Cumplir
los antojos porque quedarse con un deseo provocaba manchas de nacimiento.
Una de
ellas podía adivinar el sexo del niño o niña balanceando su anillo de oro sobre
la barriga, si se movía dando vueltas o en forma de péndulo. Tenía fama de no
equivocarse nunca. Otra aconsejaba los mates de comino para aliviar los
malestares estomacales. Ir de paseo, mirar paisajes bonitos, escuchar música
suave, permanecer en silencio, sentir las pataditas. Mimarse.
Varias
amigas de mi madre sabían poner inyecciones, colocar compresas, bajar las
fiebres con batidos de clara de huevo, preparar menús con hígado, riñones y
otras visceras repletas de hierro, diagnosticar enfermedades sin haber asistido
a la Facultad de Medicina. Escuché a matronas que contaban orgullosas cómo
traían al mundo a los pequeños, incluso a los que venían de pie o tenían
dificultades adicionales. A Romualda no se le murió ninguno de los que
acompañó, a veces velando por muchas horas, sin precipitar una cesárea. A cada
nuevo ser se lo esperaba regalándole el tiempo que se merecía, horas de sueño,
agotamientos. Los nacimientos no dependían del horario del ginecólogo.
Aunque
el parto en una clínica era ya común en las ciudades, las mujeres de la familia
cuidaban muchos detalles. Incluso las solteras. No dejar los pañales al sereno
para evitar los llantos inconsolables. Poner una hoja de repollo sobre el seno
para dejar fluir la leche sin abscesos. Tomar mate de hinojo para asegurar ese
maná. El wilkaparu y la chicha eran fieles ingredientes para los senos
abundantes. No faltaba la tía que sacaba al niño al viento cuando presumía una
crisis respiratoria o llevaba tinajas con vapor para controlar el temido falso
crup.
Las
mujeres se reunían en la cocina para preparar entre todas los platillos que
debía consumir la recién parida. Mientras una pelaba la gallina y otra escogía verduras
permitidas, contaban historias de otras madres, de otras familias, de las
heroínas, de las resistencias, de la política, de las artistas. La llegada de
la madre y del bebé, el bautizo y el rutuchi, eran ocasiones para
intercambiar información sobre la vida cotidiana y también sobre el barrio, los
escándalos, los amoríos. Los niños mayores jalaban sus faldas, demandaban
atención y a la vez aprendían la cultura del clan con solo escucharlas.
Las
mujeres sabias cuidaban el don de dar vida, lo festejaban. Tenían tiempo para
compartir con otras mujeres más jóvenes, con las niñas, con la tribu.
Aquellos
cabellos sueltos o amarrados, esas nucas consoladoras, esos brazos regordetes, esas
interminables manos calmaban las angustias. Escenas inolvidables cuando secaban
las palmas con el mandil a cuadros, cuando prendían las luces al atardecer y
abrían las cortinas al amanecer.
Bajo la
ventana, apagados los ruidos, leían un libro, una novela romántica. Se turnaban
para que alguna fuese al cine, Tanda o a Noche, y describiese al retornar lo
hermoso que era el protagonista. No faltaban a la misa de difuntos para
acompañar a los dolientes, como también recibían a los amigos cuando en la casa
colgaba un crespón de muerte. Algunas trabajaban como maestras o en almacenes,
pero siempre su principal preocupación era la familia. Las mujeres de la casa
eran las encargadas de transmitir los valores, el Bien.
Su
autocuidado era cuidar a los demás. Así eran hermosas. Sin maquillaje, sus ojos
lucían desde lejos como estrellas titilantes.
Los
olores a tomillo, los sabores a la hora del té, los murmullos vespertinos eran
parte de sus ritos ancestrales. Nostalgias del pan recién horneado, de las
galletas de nata, de la mantequilla batida.
Las mujeres sabias conocían el
alma de los críos, adivinaban las tristezas antes de escuchar un llanto, repartían
caricias de las que se recuerdan toda la vida. Saltaban de la cama para
rastrear el mínimo suspiro de alguno de los críos. Nunca se quejaban.
Las
mujeres de la casa eran tan sabias como Úrsula Iguarán Buendía o Ángeles Teresa
Serrat o dona Cano Veloso. Preparaban dulces, llevaban las cuentas, cantaban
mientras tendían las camas, escribían versos, reproducían novelas. Eran mujeres
que no aparecían con títulos ni en titulares, pero mantenían a las estirpes, a
la humanidad.
Cuando las enterraron culpándolas
de ser sumisas, sin educación y sin hoja de vida, apagaron su voz, la palabra,
la comunicación. ¡Cuánta faltan hacen en estos días de desamor, de abandono, de
descomposición y de agonía!