Durante décadas, muchos amigos se
presentaban con orgullo: “Soy Juancho”; esto significaba ser ex alumno de una
de las experiencias educativas experimentales más avanzadas y de excelencia de
Bolivia: el Colegio Juan XXIII. Fundado en 1964 por un sacerdote diocesano
belga tuvo varias etapas en su recorrido.
El nombre homenajeaba al papa
obrero, de mentalidad abierta al cambio y a otras creencias; la localización era
en un predio rural valluno donado por un católico y luego en otro ambiente
también agrícola; el aprendizaje tradicional se completaba con prácticas
artesanas y campesinas. Casi todos los profesores eran catedráticos
universitarios de fama nacional.
Los alumnos procedían de
diversidades geográficas y sociales, aunque había un énfasis entre los que
llegaron desde las minas, las provincias y desde hogares sin oportunidades para
el estudio. Se trazó una política autogestionaria y con respaldos de padrinos y
organizaciones católicas. Los “Juanchos” estaban internos y tenían en común un
fuerte sentido de hermandad, de pertenencia, casi como a una logia.
Muchos de ellos ocuparon puestos de
liderazgo en la política y en la academia. Otros fueron alcaldes o
parlamentarios, como menos éxito. No faltó el “Juancho” periodista famoso que
posteriormente renegó de su madre de pollera.
Sin embargo, desde hace años, cada
vez con voz más fuerte, se expandieron las sombras del colegio, principalmente
en la etapa del sacerdote español que todos nombraban como “Pica” (1972-1987).
Entre los compañeros se comenzaba a confirmar aquello que alguna vez fue un
susurro, una tímida confesión, una denuncia aislada.
El colegio, como ha ocurrido en
otros establecimientos católicos y parroquias en todo el mundo, escondía
prácticas aberrantes de homosexualismo, pederastia y abusos sexuales diversos.
La difusión de la denuncia de un sobrino del cura valenciano se convirtió en la
piedra angular de la búsqueda de la verdad, con pocas esperanzas de conseguir
sanciones y mucho menos lograr la reparación de las víctimas.
La publicación en el madrileño “El
País”, el domingo pasado, con detalles del diario de “Pica” -casi en tono
pornográfico-, y confesiones de algunas de las víctimas provocó la tormenta.
Los suscriptores de ese medio tuvimos acceso a las grabaciones de la versión
digital, organizadas en un amplio dossier de investigación periodística.
Al leer y escuchar sentí que mi
militancia católica tambaleaba, aunque no la fe. Soy una defensora de la
Iglesia y particularmente de la Conferencia Episcopal Boliviana y de sus
miembros porque soy testigo de su trabajo en las orillas del país y en defensa
de la población más desprotegida.
Sin embargo, los comentarios del
propio cura y ¡sobre todo! de sus superiores bolivianos y españoles me colocan
en una enorme desilusión. ¿Cómo es posible? No aparecen palabras de perdón, ni
de búsqueda de solución y menos de sanción. La preocupación de “Pica” es que
sus perversiones sean conocidas. La jerarquía lo consuela. Se hacen cambios
para peor; por ejemplo, que guíe a los novicios.
Las palabras de Oscar Uzín,
aparentemente textuales, que recomienda a “Pica” únicamente “no hacerlo con
menores” es un golpe bajo a quienes en su momento admiramos a este dominico
literato. Fue llamado “el gran teólogo boliviano” y provocó premios con su obra
sobre el celibato. Fatal.
No se dice nada del triple pecado:
contra niños y jóvenes que verán de una u otra forma afectados sus futuros en
forma negativa. Los abusos son contra subalternos que poco espacio tenían para
la resistencia. Además, contra hombres de escasos recursos que no podían
abandonar fácilmente la oportunidad de acceder a un colegio privado. No era una
caída coyuntural, una flaqueza humana, era una conducta permanente.
¡Pobres madres que envían a sus
hijos a internados pensando que ahí estarán mejor que en las calles y en
realidad los están mandando a las fauces del diablo! Les entregaron inocentes y
les devolvieron hombres violados, obligados a actos degradantes. No sólo es uno
la víctima; la violación y el abuso sexual hunden a todo el entorno familiar.
Seguramente somos muchos los
católicos que sentimos que un techo de cristal está hecho trizas. Esto va mucho
más allá de la campaña liberal contra la Iglesia para anularla como actor
social. Va más allá de la decadencia del extraviado papa Francisco. Es un dolor
inmenso en el pecho y un aullido en la razón.
Encima escuchar cómo reaccionan
personas como la ministra de la presidencia que pide explicaciones, cuando
podría empezar mirando a su entorno más inmediato para hablar de moral. O los
siempre exabruptos del procurador que estuvo tan calladito con los excesos degradantes
de su Jefazo, dentro y fuera del Palacio. Pierde juicios del (No) Estado y
ahora quiere poner en el banquillo a ancianos.