Aún muerto, el General Gary Prado Salmón ganó su última batalla. No aceptó que los kalimanes y los quintana perturben su velorio. En cambio, congregó a militares de la etapa democrática para que honren sus restos. Consiguió que una multitud autoconvocada rebalse la catedral cruceña y que ciudadanos anónimos aplaudieran el paso de su cortejo fúnebre por las calles capitalinas. Las lúgubres campanas doblaron por él. ¡Adiós!
La única vez que vi a Gary Prado fue
en la reciente Feria del Libro de La Paz. Subía a un conversatorio cuando me
obstruía el paso una larga fila de personas. Había hombres y mujeres, adultos,
muchos jóvenes, algunos ancianos. Pregunté qué sucedía, mientras intentaba
abrirme paso.
Entonces lo vi, esbelto a pesar de la
vejez, sentado en la silla de ruedas. La gente le compraba sus libros, le pedía
autógrafos y la mayoría quería sacarse una foto con él. Quedé absolutamente
sorprendida. No sabía que escenas similares se habían producido en Santa Cruz. ¿Por
qué les interesaba este militar boliviano?
Las respuestas fueron varias,
reflejando la pluralidad del público ahí reunido. En resumen, sobre todo los
jóvenes, lo reconocían como una persona valiente, que había vencido a invasores
extranjeros. Me asombró aquello pues se supone que son 14 años de
adoctrinamiento en las escuelas contra las Fuerzas Armadas de la República de
Bolivia. Es un asunto que hay que verificar con mayor atención. Ya me pasó en
las aulas universitarias, el poco apego de las nuevas generaciones al mito del
Ché Guevara.
Otro grupo, mayormente mujeres
adultas, defendía a Gary Prado como víctima de la justicia macabra que lo
encerró once años en su casa y lo maltrató a pesar de su condición de inválido.
Recuerdo particularmente a una señora que en alta voz acusaba al gobierno por
inventar la trama del caso “terrorismo”.
Prado Salmón fue militar en la época
de la Doctrina de Seguridad Nacional que tantas heridas causó en América
Latina. Sin embargo, nadie lo señaló como autor de masacres, como
contrabandista de autos chutos, como amarra huatos de jefazos o como cómplice
de delitos. No leí jamás que alguien diga que el General Gary Prado Salmón era un
cobarde.
Al contrario, él fue parte de los
militares institucionalistas que conspiraron contra los dictadores. Primero
contra Hugo Banzer, cuando liberaron a los presos políticos de la DOP; luego
contra los narcogobiernos. En la época democrática intentó consolidar un rol
productivo de las FFAA, salvar a la institución de la mala fama heredada.
Muchos oficiales que han renunciado
al Ejército y también a la Fuerza Naval o a la Fuerza Aérea consideran que en
esos años se introdujo un germen maligno en los cuarteles. Las noticias, las
declaraciones, las personalidades de los comandantes son un signo de aquello,
aunque nadie analice en profundidad por qué esa decadencia y esa sumisión.
Prado se dedicó a dar clases
magistrales y a escribir libros hasta sus últimos días. Lo invité a preparar un
texto sobre los militares desde la Guerra del Chaco para el libro “Un amor
desenfrenado por la libertad”, que auspició la KAS. Disciplinado, a pesar de la
cuarentena por el COVID, cumplió con su compromiso. Su nombre figura junto con
otros 35 autores que describieron al país en la víspera del Bicentenario.
Su figura queda en la historia
nacional, muy a pesar de los resentidos que quisieron rendirle acusándolo de “separatismo”.
Su biografía, y la de su familia, muestran que -por el contrario- fue un
nacionalista y un nacionalista de izquierdas.
Seguramente Fidel Castro y varios
historiadores cubanos hubiesen reconocido su dignidad. En cambio, los fundamentalistas
del circuito coca cocaína no son capaces ni siquiera de ese gesto decoroso.