Estremece leer una y otra vez el testimonio de Nadia Murad, la joven galardonada por el Premio Nobel de la paz en 2018. Nadia soñaba en ser la última mujer usada como trofeo sexual por hombres armados que -como hace siglos- violan, torturan y esclavizan a las esposas, hijas, madres de sus enemigos.
Murad se atrevió a denunciar el
salvajismo de los militantes del autoproclamado Estado Islámico contra su
pueblo yazidí, cuando mataron a más de cinco mil inocentes y secuestraron a
otros tantos, sobre todo mujeres. Las chicas fueron vendidas a comerciantes o a
militares. Algunas adolescentes, aterradas ante ese destino, se suicidaron
lanzándose al vacío desde las montañas donde la población había corrido a
refugiarse.
Los yihadistas atacaron a esta
minoría kurda que habita mayormente en Irak porque consideran a esa población
como “adoradora del diablo” pues tiene una religión milenaria, cercana al
zoroastrismo. También los acusaron de dedicarse a la poesía y a las danzas
sagradas, expresiones aborrecidas por los miembros de ISIS.
Los yazudíes despertaron miedo y
admiración por sus profundos conocimientos esotéricos y el dominio de su propio
cuerpo y mente. Diferentes autores hablan sobre ellos, como Georg Gurdjieff y Peter
Ouspensky, que describen como un círculo imaginario puede atrapar a una persona,
solo por la fuerza del pensamiento. Por esos saberes diferentes fueron
secularmente perseguidos, como los gitanos. Han enfrentado más de 70 masacres,
pero seguramente la de 2014 es la más atroz.
Los sobrevivientes contaron
experiencias tan desgarradoras que es difícil reproducirlas: madres obligadas a
mirar como descuartizaban a sus bebés y luego a comerlos; padres que veían
matar uno a uno a sus hijos y nietos y violadas a todas las mujeres de la
familia, aún las más chiquitas; otros que sabían cómo se los llevaban, como
recuerda un anciano que perdió sus 19 hijos y nietos. Mataron a los varones de
la aldea, mayores de cuatro años. Infinito horror.
La propia madre de Nadia y seis de
sus nueve hermanos fueron asesinados. Ella fue vendida como esclava y violada colectivamente
y cada día por miembros de ISIS. Logró escapar, recibir apoyo de las mujeres
kurdas, llegar a Alemania y escribir su conmovedor libro. A los 25 años recibió
el Nobel y muchos otros premios por su valentía.
Sin embargo, cómo ella asegura, no
quiere ser militante toda su vida. Quiere vivir en un mundo diferente, donde
sus propios hijos tengan derecho a soñar, donde los yazidíes puedan practicar
su culto a los siete ángeles, tener matrimonios endogámicos, mantener su
tolerancia a las mujeres adúlteras.
Los yazidíes no representaban
ninguna amenaza a ISIS o a las fuerzas sirias apoyadas por Moscú. Simplemente
los mataron por “infieles”. En Sinjar quedan decenas de fosas comunes, sin que
nadie sepa qué momento los familiares podrán honrar a sus seres queridos o
cuando podrán rescatarse a los secuestrados.
Alguien dirá que el ISIS es un grupo
de fanáticos. Lo grave es que hoy, mientras escribo, otras mujeres son
atrapadas como botín de guerra, torturadas, violadas. Las tropas de Vladimir
Putín (tan íntimo de Evo Morales) están cometiendo similares atrocidades contra
las ucranianas.
En las fronteras, sobre todo con
Polonia, llegan muchachas con el futuro quebrado para siempre. Los embarazos,
que para la mayoría de las mujeres son una alegría, para ellas es la tragedia.
Hay desplegadas entidades internacionales y equipos multidisciplinarios para
ayudarlas. Nadie les devolverá el pasado. Como apuntaba Murad: “Nos robaron
nuestra vida, nuestros recuerdos, nos destrozaron”. “Mi esperanza, decía al
recibir el premio, es que todas las mujeres sean escuchadas”. Ahora sabe que no
es la última hembra sacrificada como trofeo militar.
En Bolivia, las coordinadoras y
otros colectivos feministas siguen en silencio.