Aquella mañana de 1994, el embajador boliviano Eloy Ávila Alberdi tenía listo hasta el último detalle para el reencuentro de prisioneros que un día habían sido enemigos en las arenas del Chaco. Gonzalo Sánchez de Lozada y Juan Carlos Wasmosy intercambiaron reliquias de guerra y firmaron importantes convenios.
Lo central fue el abrazo fraterno
entre beneméritos, algunos se habían conocido en1935 cuando cesaron las
hostilidades. Lágrimas, recuerdos, anécdotas, risas. Ana María Radal, esposa
del diplomático, había horneado delicias benianas. Los Ávila gastaban de sus
propios ahorros para difundir las costumbres bolivianas.
Eran personas finas, letradas y
cálidas. ¡Qué orgullo para los periodistas bolivianos escuchar las palabras de
autoridades y parlamentarios alabando a la representación nacional! Ávila fue
reconocido como el mejor embajador en Paraguay.
Igual sucedía con otro beniano,
Guillermo Aponte Burela, socialista, casado con la poetisa Martha Reyes Ortiz,
acreditado ante el gobierno venezolano democrático. Por gestiones consecutivas
fueron elegidos los embajadores más queridos en Caracas. Ayudaban a todo
boliviano que pasaba por ahí, sin preguntar sus preferencias políticas. Podían
preparar actos culturales, conversar sobre música, sobre historia, sobre
autores.
Incluso durante el gobierno del MAS
hubo en Asunción un delegado boliviano de primer nivel, Marcelo Quezada,
descendiente de familia luchadora y lectora. Fue uno de los fundadores del Instrumento
Político por la Soberanía de los Pueblos, IPSP. Las declaraciones de Evo Morales
contra el gobierno paraguayo en 2011 alteraron los logros de Quezada.
Los jóvenes deben saber que no
siempre Bolivia tuvo como embajadores a personajes ordinarios, incultos, torpes
y desprolijos como los que hoy ocupan representaciones del Estado
Plurinacional. Ni hubo un caso de expulsión con declaración unánime de persona
no grata como sucedió con Mario Cronenbold, de densa biografía.
Luzmila Carpio fue embajadora de
Bolivia aún antes de ocupar un puesto oficial. Hermosa con su vestimenta
potosina, su sombrerito y sus negras trenzas. Los otros diplomáticos la
adoraban, como la había admirado el público parisino cuando salía a cantar trinos
de aves que le había enseñado su abuela campesina. Hablaba perfecto francés con
cualquier autoridad y soñaba con difundir las culturas originarias bolivianas.
¡Qué diferente a David Choquehuanca
que parecía un dictáfono con un solo disco! En cada viaje, en cada discurso en
los aniversarios de embajadas acreditadas en La Paz repetía un mismo párrafo
ofensivo. En 2006 algunos le prestaban atención; diez años después la gente se
miraba azorada. De pronto se le ocurrió obligar a los asistentes a escuchar sus
desorejadas estrofas, sin respetar que nadie había acudido ahí para aplaudirlo.
Era poco grato contemplar a ese jefe
de ceremonial aturdido por los tres wiskis al hilo, como si fuese preste,
escondiendo bocaditos en los bolsillos de su saco multicolor. O los temores
femeninos por los presuntos acosos de otro canciller; ¿habrán investigado las
autoridades correspondientes? ¿Por qué sigue como adlátere de Evo Morales?
La decadencia del servicio exterior
boliviano no sólo se traduce en el mal gusto, la halitosis fétida de varios
funcionarios, de sus gulas y embriaguez, sino que se refleja en un extravío que
está aislando a Bolivia, ya físicamente mediterránea.
El apoyo al somocista Daniel Ortega
es un balido de oveja, no una decisión favorable a Bolivia. Hasta la fracción estalinista
del PT brasileño borró su saludo y el candidato chileno pidió a sus aliados no
cometer tal imprudencia.
La inevitable crisis de gabinete
debe empezar por recuperar la misión y la responsabilidad del Ministerio de
Relaciones Exteriores con personal capaz, que sepa leer libros y noticias y no
sólo jugar con piedritas y tik toks.