Hace medio siglo Julio de la Vega publicó “Matías, el apóstol suplente”. Para festejar, la Carrera de Literatura de la UMSA prepara una edición especial. La novela consagró al poeta. En vida, fue homenajeado por la Fundación Cultural Cajías, con el respaldo de la Oficialía de Cultura de la alcaldía paceña. A su muerte, la FCHCK, en alianza con el Centro Cultural Patiño, organizó un conversatorio sobre su obra. Raquel, Juan Carlos, Albita, Mónica, sus mejores alumnos, dieron seminarios y conferencias.
Este 20 de julio, su principal
espacio de inspiración, el parque de El Montículo se cae a pedazos por la
acción de diferentes frentes de ataque y la ignorancia de los vecinos. En el
pasado, el espacio verde de Sopocachi era conocido como “el balcón de los
poetas”, o como “balcón de los enamorados”: oda, amada, luna, arboleda, lucero,
gárgola, montaña.
Como tantas veces contamos, el
parque era el lugar preferido de los bohemios agrupados en la segunda
generación de “Gesta Bárbara” para trazar la ruta de las serenatas. Conciertos
originales pues eran acompañados por el piano de mi abuela Enriqueta Rodríguez,
instrumento que trasladaban entre todos debajo de la ventana de una enigmática Ninosca.
Los irreverentes “bárbaros” se
bañaban desnudos en la fuente de mármol donada por la colonia italiana, frente
al nevado guardián, el Illimani. No hacían daño a nadie. Décadas después
aparecieron pandilleros que destruían los bordes con piedras o martillos hasta
que Neptuno quedó enrejado. Ahora es un pastor alemán el que se baña en las
aguas ante el festejo de su dueño que cree que es un logro.
Durante años, los estudiantes
aprendían las lecciones mientras paseaban por las veredas y muchos saludaban
con reverencia a Julio en su caminata cotidiana. Ahora, ni ellos ni él ni sus
colegas podrían transitar distraídos, sin enfrentar ladridos, sin pisar
excrementos.
Aunque hay tres turnos de
barrenderas, no pasan muchos minutos después de su esfuerzo, sin que un can
ensucie la vereda. A veces vienen de tres en tres, de cinco en cinco. ¡Pobre
Julio!, si viese sus barandas de soltero. Ya no son los milicianos los que
alborotan, son las jaurías. Destruyen las jardineras, los geranios, las margaritas.
No podría pasear con una niñita de
la mano porque ayer nomás una madre fue hostigada por reclamar a la mujer cuyo
dóberman ladraba a su hija de seis años. ¡Una insolencia!, molestar a un perro
para permitir que corra una chiquilla. Igual que al motociclista, a quien otro
dueño de canes le grita por intentar apaciguar al vagabundo que lo persigue. Me
imagino a Julio con su paraguas intentando evitar las mordeduras, las basuras.
¡Cómo lo tratarían las nuevas sectas perrunas!
Las calles, las plazas, los parques
infantiles están copados por las manadas y son pocos los amos que saben cómo
criar a un perro, sin gritos que perturben al vecindario, sin aumentar el
estropicio. No son forasteros; son los propios dueños de casa. Una sobrepoblación,
a pesar de los estudios sobre la contaminación que traen las heces de animales.
A pesar de que cada día, las asistencias atienden decenas de mordeduras,
algunas muy dramáticas como esta semana en Sucre, sin que el dueño se haga
responsable por ello.
Quedó muy atrás la época cuando la
vecindad tenía perros que no molestaban al otro; cuando los paceños amaban y
cuidaban al Montículo; cuando los poetas paseaban tranquilos con sus alumnos,
con sus amigos, cuando convivían naturaleza, humanos, mascotas. Julio: ya no
reencontrarías tu refugio.