Contemplé la imagen varios minutos. Estaba impresionada. A pesar del antifaz que tapaba los ojos, percibía la angustia, el dolor, seguramente el miedo. Las manos atadas detrás de la espalda, los hombros hacia un lado, el largo cabello desordenado, el cuerpo delgado, juvenil. Y la mueca, la mueca en un grito ahogado, en un grito de muchacha torturada.
Era el inicio de la democracia en
Bolivia, en esos lejanísimos años ochenta, cuando la utopía alentaba a la
sociedad en su conjunto, más allá de lo político, más allá de lo ideológico: en
torno al arte, a la belleza, a la cultura. La imagen era la memoria de alguna
de las dictaduras militares que habían ensangrentado a la región por décadas.
Quizá ella era una sandinista como
Dora María; quizá era una guerrillera paraguaya como Soledad; quizá era una
periodista boliviana como Mirna; o una estudiante guatemalteca como Emma o una madre
uruguaya desaparecida como Sara. La miraba sin moverme. Poco antes había visto
una película con Geraldine Chaplin sobre la sofisticada tortura argentina
usando una silla de dentista. El cuadro me recordaba a toda esa época oscura
que no terminaba.
Acababa de asistir a la conferencia
del artista. Él no se había referido a esa serie de imágenes reproducidas sobre
maderas de embalaje. La política no era su preocupación. Más bien comentó sobre
la libertad en el arte y el potencial de rebeldía profunda que tiene una obra y
sobre las nuevas corrientes de las artes visuales en Alemania, donde estudió.
De pronto, lo sentí detrás de mí.
“¿Te gusta?”, me preguntó. “Sí, quisiera comprarlo, pero no sé cuánto vale”, le
respondí. Era la primera vez que intentaba adquirir una obra de arte y no
conocía de galerías, merchantes ni precios posibles. Tenía en casa dos hermosos
retratos de la realidad boliviana, pero habían llegado a las paredes por
circunstancias especiales. Uno era de Carlos Bayro, detenido desaparecido desde
1972 y había que cuidar su último mural; otro era una acuarela que Juan Conitzer
me regaló como recuerdo del golpe de estado de 1980.
“¿Cuánto tienes?, preguntó Roberto
Valcárcel al comprender mi timidez. Tenía cien pesos, cien inolvidables pesos
recién saliditos de la época de la hiperinflación. “Es tuyo”, me contestó y le
di directamente a él el billete. Desde entonces hasta este 25 de julio de 2021
colgó en la sala de nuestro hogar. Será heredado por otra amante de la pintura
del artista que murió este fin de semana en Santa Cruz de la Sierra.
Lo conocía desde el Colegio Alemán y
como vecino de Sopocachi. Eran legendarias sus dotes para la creación con
diferentes materiales, desde los tradicionales en un caballete hasta los más inusuales.
Se especializó en la patria de sus antepasados, donde pudo quedarse, porque
había ya conquistado espacios en el mundo del arte y de la arquitectura, pero
prefirió retornar a La Paz.
Volvió como otros bolivianos que
aman a su país sin pedir ninguna retribución. Regresó para difundir lo que
había aprendido: cursos, conferencias, talleres, cátedras. Decenas de jóvenes
recibieron de él la ilusión de un mundo más hermoso. Vivía de su trabajo; tenía
amigos porque era buen tipo; tenía seguidores porque era un maestro.
No alquiló su capacidad para pintar
cuadros a presidentes o poner hojas de coca alrededor de sus paneles. Ni
degolló animales para conseguir el apoyo de unos senadores. Recibió suficientes
premios y reconocimientos en vida.
Sus obras son memoria de Bolivia y a
la vez son su propia memoria, su eternidad.