Hace más de dos centurias comenzó a
expandirse por el mundo las consignas de la Revolución Francesa: Libertad,
Igualdad, Fraternidad. Como es notorio en las noticias cotidianas, 231 años
después, la Humanidad no logró alcanzar esos ideales. Este 18 de octubre, los
bolivianos intentarán una vez más apostar por una nueva oportunidad.
Casi todos quieren Libertad, aun
cuando existan diferentes enfoques y puntos de vista. No faltan autoridades o
líderes políticos que buscan ponerle frenos, pero la sociedad persigue siempre
aquella línea escurridiza en el horizonte que le garantice libertad de
pensamiento, libertad de consciencia, libertad de expresión y libertad de
multiplicar por cualquier medio sus propias ideas.
En vísperas del adiós al gobierno de
la presidenta Jeanine Añez, el mejor recuerdo para los periodistas será el
respiro que les dio. No humilló redactores en el Palacio; no mandó cercar con
hordas embriagadas a los canales de televisión; ni hubo bombas paramilitares en
antenas repetidoras; ni se sintieron despidos selectivos por la molestia de una
ministra; ni se financiaron documentales contra “carteles de la mentira”; ni
tampoco los conductores de programas nocturnos tuvieron que cambiar súbitamente
de posición política para mantener el negocio.
Bolivia está aún muy lejos de
terminar de tallar la Libertad, aunque Simón Bolívar la describía como el
territorio donde desbordaba el amor a ella. Es aún difícil escribir sobre temas
que alguien considera tabúes sin provocar reacciones iracundas, emotivas. El
foro está muy lejos de un ejercicio pleno de debate y conversación.
La Igualdad es aún más precaria. Es
un panorama desalentador contemplar cómo los que luchan por la Igualdad en el
llano, desde el poder arremeten contra el más débil y repiten la historia de
los siglos. La represión contra los marchistas que defendían el bosque en 2011,
los discursos contra ellos, los silogismos, las imposturas, mostraron que los
métodos se reeditaban como el mito de Sísifo.
La Fraternidad pareció posible a
fines de los noventa, cuando Bolivia ingresaba a la modernidad estatal y
política. Había la ilusión que finalmente el ejercicio democrático era una
realidad; el respeto a las reglas del juego; los avances en la cultura
ciudadana; los talleres con múltiples actores sociales, políticos, económicos.
Es más, un ideal que no apareció ni
en las religiones ni en las revoluciones, se abría paso en la convivencia
cotidiana: la Tolerancia, sobre todo entre los más jóvenes. Algunas expresiones
eran más evidentes que otras, como el respeto a las opciones sexuales o a las
propuestas estéticas en narrativa, artes escénicas, pintura.
A regañadientes, pero ya presente,
estaba el imaginario de un país multicultural, más horizontal e inclusivo. La
participación popular; la cantidad de proyectos creativos; los nuevos parques
nacionales; la preocupación creciente por el cuidado de la naturaleza; los
alcances del poder local mostraban que era posible cambiar.
Ahora, la mayoría de esos sueños
están rotos. Ni siquiera está la ilusión de que un acto mágico, la creencia en
una varita de hada madrina para transformar de un momento al otro la calabaza
en un carruaje y los ratones en caballos.
Y, sin embargo, como escribía Rafael
Barret, “vamos a cambiar el mundo, aunque el mundo no quiera”. Vamos a ir a
votar, a pesar de la pandemia. Vamos a respetar el resultado, nos guste o no
nos guste. Vamos a imaginar que los nietos vivirán en libertad, con igualdad de
oportunidades, en el gran abrazo fraterno que predijo Liber Forti.