Confianza. Esa es la palabra mágica
que abre el sésamo de los ciudadanos frente al Estado. Es el concepto
repetido entre los analistas que se ocupan del éxito alemán para enfrentar la
crisis sanitaria. Su líder, Ángela Merkel, en un histórico discurso advirtió de
la profundidad del problema y de las dificultades para enfrentarlo. Más allá de
los “negacionistas” y de otras protestas, la opinión pública expresa su seguridad;
cree en su canciller.
En el caso latinoamericano, en Uruguay-
a pesar del cambio de gobierno en el inicio de los contagios por el COVID 19-
los habitantes aceptaron las recomendaciones oficiales. Confiaban en la palabra
de los representantes de la administración pública, se cuidaron y ayudaron a
cuidarse a los demás. La sólida institucionalidad fue la primera gran barrera
al virus.
En el extremo opuesto está la
República Popular de China. ¿Quién puede creer en las explicaciones de su
presidente, de sus gobernantes, de su sistema? Un puñado de fanáticos. El resto,
los propios enfermos, sus familiares y el mundo dudan de las frases de Xi
Jinping. La desconfianza es tan extensa que alcanzó a la Organización Mundial
de la Salud; la influencia china destrozó la palabra del organismo.
Para la región, el cúmulo de
mentiras, de falsos positivos, de información distorsionada es más la regla que
la excepción. Venezuela es la más expresiva. Tanta farsa no permite que ni la
población, ni las estrategias sanitarias internacionales, ni la prensa crean en
las cifras que repite Nicolás Maduro. Ni siquiera la muerte de Hugo Chávez
respetó la sinceridad.
Los libros sagrados de las
religiones más importantes, los mitos y una muy grande cantidad de textos
aconsejan a la persona cuidar su palabra. La palabra es la que puede consolar y
aportar, aunque también puede desencadenar disputas, conflictos, guerras.
El valor de la palabra está
relacionado con el honor, con el decoro propio, familiar, comunitario. La
puntualidad no es un valor en sí misma, sino que adquiere su dimensión mayor
cuando se cumple con la palabra empeñada: a qué hora era la cita, cuándo había
que entregar el trabajo, qué día acababa un plazo.
Las personas, los grupos, las
naciones que no respetan su palabra, no tienen honor ni decoro y con ello se
rompe toda su imagen; un vidrio trizado que siempre guardará la cicatriz.
Así le sucedió a Evo Morales, a
pesar de los consejos de sus aliados iniciales o de sus más fieles
funcionarios, como David Choquehuanca. Fingir silogismos para participar en las
elecciones de 2014; desconocer la promesa de aceptar los resultados del
referendo de 2016; hacer tretas para seguir de candidato; le quitaron todo
brillo. Por ello, está claro que su mayor enemigo íntimo fueron Álvaro García
Linera y el entorno palaciego.
Janine Añez tuvo la oportunidad de
proyectarse al futuro con rostro propio. El pueblo, sensible como es, hubiese
perdonado errores y caídas porque le tocó una carrera de obstáculos como a una
Hércules moderna. ¿Por qué no respetó su palabra? Sus explicaciones fueron un
embrollo, un enredo que la lanzaron al vacío. Tanto fingimiento alcanzó a su
equipo.
El resultado de las elecciones del
próximo 18 de octubre es incierto, como lo es aún el alto porcentaje de
indecisos. Sin embargo, un dato es seguro. Faltar la palabra cobra un precio
muy alto.