“La fruta en el frutero” es un
cuento de Ray Bradbury que me regaló mi padre hace medio siglo y que aún
conservo con sus páginas deterioradas y con su tapa encuadernada para que
supere los rigores del tiempo. Cada mes, Huáscar- papá/mamá de 10 hijos- se
daba tiempo para comprar a cada uno un libro; entre mis preferidos estaban las antologías
de relatos policiales.
Recordaba el argumento, pero este
domingo volví a leerlo porque refleja con décadas de anticipación lo que muchas
personas en todo el mundo experimentan cada día- mejor dicho, cada momento-,
desde la propagación del virus surgido en China.
Bradbury, maestro del suspenso,
describe la angustia del asesino William Acton, después de matar a su rival por
los amores de una tal Lucy, a medianoche, de forma rápida y sin testigos
posibles. Está por abandonar el departamento cuando se da cuenta del error más
grande de su maldad: no tenía los guantes puestos.
Primero, busca un paño o algún trapo
que le ayude a limpiar sus huellas digitales en el cadáver y cerca de él.
Segundo error, abre cajones, va a la cocina, sube al segundo piso. Cuando
empieza a limpiar al muerto, recuerda que también tocó las frutas de cera que
le mostró su ingenuo anfitrión; limpia las de arriba porque está seguro de que
no tocó las de abajo.
Es tarde, pero él sigue recorriendo
con su paño posibles sitios donde estén sus huellas; en un momento de pánico,
recuerda que también pasó por unas paredes. Comienza a recorrer cada
centímetro. Suenan las dos de la mañana. Vuelve al frutero pensando que había
la posibilidad de haber dejado huellas en otras frutas.
Así pasan los minutos, las horas,
una y otra vez vacía el frutero y examina los potenciales lugares con sus
huellas. Se da cuenta que debe limpiar pasillo por pasillo, los marcos, los
hierros, los bronces, los vidrios. Las frutas brillaban. Así lo encuentra la
policía al amanecer limpiando el sótano. Enloquecido, al final, antes de entrar
al carro patrullero, limpia el pestillo de la puerta de ingreso y entonces se
siente victorioso.
En cada espacio de este “mundo
cane”, como titulaba un film, hay decenas de Williams rastreando posibles
lugares donde puede quedar una huella, una sombra, una sospecha de una
presencia que no ve ni huele ni hace bulto, pero que le llena el día de pánico.
El miedo es la peor herencia que nos
dejan la propagación del COVID 19 y la terquedad de las autoridades chinas que
no comunicaron a tiempo los rasgos y los riesgos de este virus. El miedo es la
debilidad humana que más puede cegar a una persona, no importa su edad o
condición social, contraria a las virtudes de la fe y de la esperanza.
Por miedo, aunque se presente como
precaución, una amiga no visita a su vecina; un hijo prefiere solo llamar a su
anciana madre; un transeúnte no ayuda a otro caído.
En La Paz, pero supongo que es igual
en todas partes, los habitantes parecen estar en un inmenso aeropuerto: todos
apurados, sin mirar, buscando la puerta asignada, temor a perder el boleto de
salida, mirando a todos bajo sospecha. Ese clima que sólo se encontraba antes
en una estación o en una terminal.
Sin embargo, hoy en el parque unos
niños corrieron, se abrazaron y se besaron. Recordaron a los testigos de ese atrevimiento
que aún la Vida es Bella.