Cuarentena, abril, 2020
Montículo, Sopocachi, La
Paz, Bolivia
Te contemplo soplar la velita de tu primer año. La
expectativa de tus padres, de tus abuelos maternos y de una tía que te
acompañan; los demás, desde una pantalla lejana. Lo logras, consciente de ser
el astro rey en este jueves de abril. Todos te aplaudimos. Cantamos.
Sopla feliz a la vida. La fiestita postergada, los
invitados en sus casas, los regalos para otro momento. El mundo está paralizado;
tu barrio está silenciado; la casa está sin alojados.
Tú no lo sabes. Mejor, no lo sepas nunca.
“No te derrumbes. No sepas lo que pasa ni lo que
ocurre.”
Prefiero que no entiendas que detrás de tu sillita
inocente, en la misma sala, está un enorme cuadro desde hace medio siglo. ¿Un
cuadro? Una inmensa estructura hecha de maderas, alambres y papeles mojados
manchados con colores ocres, sepias y anaranjados. Un sol naciente, unas manos,
una serpiente, una katari un amaru. Un dragón guerrero, despertando.
“Ríete niño, que te traigo la luna, cuando es preciso. Es
tu risa la espada más victoriosa, vencedor de las flores y las alondras.”
No sepas que ahí se esconde una historia alimentada con
sangre de cebollas y cunas vacías. De gritos y de ferocidades. No de dientes
como cinco jazmines, sino de colmillos y sables, de muertes y paramilitares.
“Tu risa me hace
libre, me pone alas. Soledades me quita, cárcel me arranca. Boca que vuela,
corazón que en tus labios relampaguea.”
Mismos versos que acompañaron a tu madre cuando su propia
madre miraba el techo del dormitorio: “¿Qué comeremos mañana?” Era entonces
otra crisis. Y la madre de tu madre tampoco quería que la niña se entere que su
cuna era de hambre, de escarcha y de cebolla cruda, mientras la hiperinflación
consumía los salarios y las esperanzas. No sólo faltaban monedas en la bolsa.
Había escapado el sueño de los hombres volviendo del sol.
Igual que una primera obra destruida pasando de casa en
casa, de hermano en hermano, de amiga a amante, de militante clandestino a
doctor solidario. Se había diluido.
Este cuadro es el rescatado. Pegado a la pared norte de tu
cumpleaños, es la memoria de una memoria, de una memoria que muchos olvidan.
También yo olvido la memoria, la historia. Queremos seguir, no recordar. Igual
que perecerán los días de este encierro. Así somos los humanos. Los ojos no nos
sirven para ver.
“La cebolla es escarcha cerrada y pobre. Escarcha de
tus días y de mis noches. Hambre y cebolla, hielo negro y escarcha, grande y
redonda.”
“Ríete Siempre.” Es tu risa la que nos quita
soledades, la que nos hace libres.
No sepas que hace muchos años había hombres que podían
transformarse en serpientes, en águilas y en pájaros cantores. Es curioso,
muchos de ellos tenían a la vez padres y abuelos que estuvieron en la guerra
más estúpida del siglo que se fue, en la canícula del Chaco. No en la escarcha,
sino bajo el sol que los derretía. Muchos murieron en esas arenas de carahuatas
ardientes y vacías de vertientes. También cayó José, el abuelo de Carlos, el
autor de este cuadro que enmarca tu festejo infantil.
Los sobrevivientes intentaron llegar al sol un mes como
hoy, un abril santo, sin saber que todas las alas se les quemarían como a icaros
atrevidos. Era demasiado tomar el cielo por asalto. Unos meses felices, unos
milicianos, desfiles con monteras y guardatojos, muchas vivas, guirnaldas,
decretos, ensayos. Al final, el estropicio.
Sus hijos se fueron al monte, como tigres, como pumas.
Alzaron sus armas, cruzaron los ríos, subieron montañas, bajaron a caseríos.
Otras garras quemadas, asesinadas.
Y los nietos intentaron una vez más. Otra selva, otra
borrasca, caminos sin salida, montes de vientos y otras escarchas. Más jóvenes,
casi adolescentes; estudiantes, cantores. Mochilas inocentes, como franciscanos
sin mudas de ropa; sin alforjas; sin peto ni espaldar.
Quijotes sin cabalgaduras. Muertos sin luchar.
Quisieron esconder sus cadáveres en la floresta, en el
arroyo y en el olvido.
Hubo quien les escribió un verso.
Hubo quien les pintó un cuadro.
“En la cuna del hambre mi niño estaba. Con sangre de
cebolla se amamantaba. Pero tu sangre, escarchada de azúcar cebolla y hambre.”
¿Para qué recordar? ¿A quién le importa?
No sepas nunca del hambre de cebolla. Hubo unos chicos y
unas chicas que no querían ver tanta ansiedad en los niños bolivianos. Creían
que era posible la Libertad, la Igualdad, la Fraternidad. Que era humano pedir
pan y pedir lápices de colores para todos los pequeños, también en las laderas,
en los barrios marginales.
Que Carlos enseñe a todos a pintar en el garaje de la
casona familiar. Que lleguen no sólo sus ocho hermanos, que venga la vecina y
su amiga, el del frente y el de valle más alto, el del sur y el de sombrero
abrigado. Cortar papeles, colar cartones, mezclar acuarelas, verde, rojo y
amarillo. ¡Tajar la finita madera del anaranjado!
A todos podría él haber enseñado. Gozar como cuando era escolar,
desde el barrio paceño, por Oruro, por Cochabamba. Siempre con el don del trazo
perfecto, desde la edad consciente. Un cuaderno, no importa si cuadriculado o
rayado, la caja con el arcoíris, la goma y el compás a su lado. Dicen que los
artistas nacen con una inclinación que no los deja cambiar de Destino. El
maestro Mario Unzueta le ayudó a cumplirlo.
El copiaba las caritas de las revistas infantiles.
Asistía puntual a la clase colegial de dibujo. Interrogaba al padre sobre esos
grabados, esos trazos milenarios, esas sombras de fin de siglo. Cuando estuvo
interno en la blanca Charcas, la ciudad capital, ganó dos loterías: un curso de
historia universal y ver los clásicos: Miguel Ángel, Leonardo, Rafael.
Podía quedarse ahí. Pintar madonas y querubines de rulos
rubiecitos.
“Triste llevo la boca: ríete siempre. Siempre en la
cuna, defendiendo la risa, pluma por pluma.”
Entonces se fue a Santiago de Chile, no a Las Condes. A
esos barrios desgarrados y comprendió que tampoco podía eludir su otro Destino,
porque eludirlo sería cobardía. Escuchó cantos nuevos, revolucionarios. Comenzó
a pintar febril; a tener alas.
Los rostros de las historietas se convirtieron en siluetas
de la Historia. La copia en original. Las plastilinas en técnicas mixtas. Las
risitas en muecas. La alegría en el dolor insoportable de la lucha infinita.
Hermanos, amigos, compañeros. Amantes.
“Una mujer morena resuelta en luna se derrama hilo a
hilo sobre la cuna”.
Creía en el amor, como creía en la guerra. Y se fue hasta
un lugar para pintar amando un enorme sol que salía, una serpiente enroscada
como Quetzalcóatl, como Tomás Katari, como Tupac Amaru, como Tupac Katari. Y
los rostros de los muertos, de los caídos. De ellos, los enterrados por el
olvido; de los desaparecidos sin tumba ni cruz en el camino.
Y un fusil en medio del Ángelus. Eso era todo.
Entonces llegaron ellos, con botas y metrallas. El
bombardeo a la Universidad, las cárceles en los cuarteles, las torturas, los
fusilamientos.
Carlos, Antonio, Jaime, Oscar, Alfonso cristianos y
marxistas, demócratas y guerreros, fundaron escondidos un nuevo partido, el
Movimiento de la Izquierda Revolucionaria. Septiembre de 1971. Seguros de la
Victoria. Vencer o Morir. Patria. Patria. Patria.
Eran los días de la clandestinidad, la conspiración, la
rebelión.
“Rival del sol. Porvenir de mis huesos y de mi amor.”
Buscar el tiempo al tiempo. Al cuadro le faltaban detalles,
el color del sol. Unir a la guerra la esperanza; vencer con el amor la derrota
en las montañas. Soñar en un hijo, nacer para ser semilla, ganar al miedo,
tener en la mano el porvenir.
“Alondra de mi casa, ríete siempre”.
No sepas nunca lo que pasó acá cerca, cuando cruzas la
calzada, desde tu casa a la parroquia, bajas por las gradas del memorial a los
desaparecidos por causas políticas o sindicales durante las dictaduras
militares, bordeas los columpios y el tobogán de la Plaza España, ahí hay una
farmacia, la farmacia está en un edificio, el edificio está sobre una antigua
casa. En ese mismo hogar donde pasó su adolescencia de Mónica Ertl, la
guerrillera boliviana alemana, vivió después un médico de Cochabamba, amigo de
la familia. Ahí, dicen, lo vieron vivo por última vez, una noche de mayo, 1972,
23 años.
Es posible que sus últimos pasos libres fuesen en la
esquina del antiguo mercadito del Montículo con el inicio de la Presbítero
Medina. ¡Qué curioso! Casi al frente donde vivió Tamara Bunke, Laura Gutiérrez,
la guerrillera morena que acompañó a Ernesto Guevara. Decía la leyenda popular
que también ahí se escondió el Che antes de partir a Ñancahuazú.
“Desperté de ser niño: nunca despiertes.”
No sepas nunca que ese cuadro que acompaña este primer
cumpleaños feliz fue de tumbo en tumbo, escondido, quizá apareció en una calle.
Tenerlo era estar comprometido. Era mejor desaparecerlo. Como a él, como al
autor, como a tantos otros cuadros, libros, folletos, papeles amarillos.
Hay murmuraciones. Que estuvo allá. Que estuvo acá. Al
final, más por el azar y otra vez esa fuerza del Destino, terminó en las manos
del amigo de la amiga de la dueña de la casa. Hubo manos amorosas para llevarlo
desde un patio a un sótano, desde ese escondrijo a un pequeño departamento,
desde ese escritorio a la terraza de otra casa. ¡Qué curioso! Otra vez en el
mismo barrio.
Pasaron uno, dos, tres otros golpes militares, una
masacre en Todos Santos, una dictadura narco fascista, unas huelgas y ayunos,
decenas de bloqueos de caminos, más muertos y desparecidos, exiliados que iban,
exiliados que volvían. Urnas, propagandas, discursos, tomas de plazas.
Matrimonios, nuevos hijos. “Boca que vuela, corazón que en tus labios
relampaguea.”
Vos no puedes imaginar que ese alambre entretejido que
sustenta el sol amarillo vio más de mil otros plenilunios.
Retornaron los ausentes. Nunca los desaparecidos.
Volvieron los hermanos, las cuñadas, los sobrinos. Él no.
Otra vez el Destino. ¿Qué hacer con el cuadro? Está ahí,
a pocos metros donde lo detuvieron, tres cuadras más arriba del ministerio
donde lo torturaron, cerquita de los mismos árboles, de los mismos bancos y de
la misma montaña de luz que fue la última imagen que vieron sus claros ojos de
niño.
Como en la única foto que tengo de él. Medio de lado,
sonriente, feliz, amando y amado, chompita de años 70, juventud que
relampaguea.
Y los muchos hermanos, esparcidos por el mundo, dijeron
que se quede ahí. Que salga para las exposiciones, que le saquen fotos, que lo
restauren, que otros lo toquen. Pero que el cuadro perdido se quede ahí. Que
siga el Destino que los dioses le designaron.
“Al octavo mes ríes. Con cinco azahares. Con cinco
diminutas ferocidades. Con cinco dientes como cinco jazmines, adolescentes. Frontera
de los besos serán mañana, cuando en la dentadura sientas un arma.”
“Sientas un fuego correr dientes abajo buscando el
centro.”
Que sigan otros hombres, otras mujeres, otras morenas,
otros amores. Nuevos niños. Nuevos azahares.
“Vuela niño a la doble luna del pecho: él, triste de
cebolla, tú satisfecho.”
Mientras allá lejos, cruzando el mar, o subiendo al norte
por las estepas heladas, en Cochabamba, en México, en Italia, en Francia, sus
hermanos- discípulos-compañeros lo recuerdan. La caja de crayones cerrada. Unas
fotos pasadas. Los libros en la mesa de noche, muchos libros, cuentos de
Cortázar poesías latinoamericanas. Y las manos, siempre sus manos sin marcas.
Sin torturas. Las manos del artista que gana. Sin envejecer. Aladas.
“No te derrumbes. No sepas lo que pasa ni lo que
ocurre.”.
“Rival del Sol.”
“En tu risa en los ojos, la luz del mundo. Ríete tanto,
que el alma al oírte, bata al espacio. Ser de vuelo tan alto, tan extendido”.