viernes, 11 de octubre de 2024

SOMOS LO QUE SOMOS

 

            “¿Qué es Bolivia?”, preguntaron al libertador de cinco naciones Simón Bolívar. El caraqueño respondió: “Un amor desenfrenado por la Libertad”. Cierta o imaginada la anécdota, es, en todo caso, la mejor descripción de esta patria. Sin embargo, le faltó la frase complementaria: “jamás logrará consolidar ese amor”.

            Hace 42 años, después de años de resistencia a las dictaduras militares y de una activa participación de la Central Obrera Boliviana (COB), principalmente de las familias en los campamentos mineros, Bolivia inició una fase inédita para desarrollar la democracia.

            Las primeras elecciones con participación de todos los partidos políticos, sin presos políticos y sin exiliados, devolvió el poder a los antiguos caciques del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en sus diferentes versiones. Las alianzas con expresiones de la izquierda democrática no se tradujeron en el bienestar de los trabajadores. Además, las groseras manos corruptas desilusionaron pronto a las masas.

            Siete años después del derrocamiento de Hugo Banzer y tres años después del 10 de octubre de 1982, el general ganaba las justas con su partido Acción Democrática Nacionalista. Aunque entonces no llegó a la presidencia, más tarde, Banzer fue un mandatario constitucional.

            ¿Dónde quedaban los luchadores sociales, los combatientes clandestinos, los sindicalistas, los campesinos?

            En 2005, la amplia victoria electoral de un migrante aimara, cocalero en el Chapare, junto con los movimientos sociales, parecía abrir un amplio horizonte para las centenarias demandas de los pueblos originarios y para los trabajadores. En pocos meses quedaron evidentes su entreguismo a poderes extranjeros, su autoritarismo, su burla a las reglas democráticas; su afán de venganza como hoja de ruta.

            Con el transcurrir de los años, fue mucho más angustioso comprobar que detrás de ese “socialismo Siglo XXI” estaban la transnacional del narcotráfico, grupos delincuenciales criminales y una amplísima red de corrupción. Estaba el huevo de la serpiente, incluyendo sus expresiones más sórdidas de inmoralidad.

            Los bolivianos salieron a las calles, una vez más, para expresar su amor por la Libertad, para acorralar a quien y quienes habían burlado un referéndum constitucional y habían organizado sucesivamente elecciones amañadas y opacas. Un formidable movimiento ciudadano ocupó avenidas, poblaciones, carreteras como nunca en la historia porque cubrió del sur al norte, de la puna a la selva, con un abanico inédito de actores sociales.

            El tiranillo y sus huestes más cobardes huyeron o se escondieron en embajadas. La sucesión, como había ocurrido en 1979 y en 2003 y 2005, estaba prevista en la Constitución. Recayó en una mujer valiente, pero sin ninguna trayectoria en la resistencia civil. Apenas ocupó la silla presidencial se rodeó de personajes nefastos; algunos que no habían logrado ni el cuatro por ciento del apoyo electoral llegaron al poder. Más apurados que los salientes, los nuevos funcionarios en distintas reparticiones comenzaron a repartirse cargos y dineros públicos.

            Jamás ese gobierno reflejó el sacrificio de los 21 días de lucha cívica y pacífica.

            Bolivia sigue como un territorio que puede ser, pero nunca es. No cambia. Más desorden, más corrupción, más ignorancia. Grupos delincuenciales han avanzado en su capacidad de manejo público, al punto que han incendiado los bosques y han afectado para siempre el futuro nacional, pero seguirán impunes.

            La selección boliviana de fútbol es un resumen. A veces parece que puede mejorar, a veces enciende esperanzas, quizá, quizá, hasta que vuelve la nueva seguidilla de derrotas. Jamás volverá a ser campeón sudamericano. Jamás será campeón del mundo.

            Lo triste es que parecería que toda América Latina está marcada por un designio que no cambia, por mucho que se hable de revolución, de resistencia, de luchas diarias.

            México nació y vivió bajo el signo de la violencia. Hace un siglo, la biografía de Pancho Villa nos muestra cuán profunda puede ser la crueldad. Cada cuento de Juan Rulfo es un espejo. Manuel López Obrador se fue con gran popularidad en las encuestas y con 200 mil muertos en las espaldas y cincuenta mil desaparecidos. No pasaron ni dos horas de la posesión de la nueva presidenta, para contar alcaldes con cabezas cortadas, asesinatos políticos, enfrentamientos de carteles. ¿Acaso cambiará?

            Centroamérica se desangró en los años sesenta y setenta. Parecía que finalmente el destino cambiaría con las victorias del Frente Sandinista, con la llegada al poder del Frente Farabundo Martí, con las comisiones de paz y de lucha contra la corrupción en Guatemala. Miles de muertos y de desplazados para estar cada vez peor. La única esperanza es lograr cruzar el Río Grande.

            Durante dos décadas, gobiernos liberales colombianos se esforzaron por avanzar hacia un proceso de paz después de un siglo de guerras civiles y de delincuencia feroz. A pesar de los avances, que se pueden constatar en sus éxitos deportivos, el país sigue con altos índices de muertes violentas y de asesinatos de líderes sociales/ambientales. La llegada de la izquierda al Palacio de Nariño es una opereta bufa con varios capítulos.

            Venezuela, la patria de Bolívar, vivió más años bajo largas dictaduras desde el siglo pasado. La muerte por razones de salud fue la principal encargada de sacar a los dictadores del escenario. A pesar de la victoria arrolladora y esforzada de la oposición, Nicolás Maduro no se mueve. ¿Quién lo saca?