Más de una vez se simplifica la presencia de la mujer en la vida de Jesucristo a solamente dos: María, la madre, la Marian que también reconocen los musulmanes, y María Magdalena, de la cual, cada vez con más fuerza, se escriben distintas versiones, algunas con absurda carga especulativa. Sin embargo, la presencia de mujeres en el Nuevo Testamento es variada, rica y representativa. No son las apasionadas de los mitos griegos y tampoco las heroínas del Antiguo Testamento como Ruth, Judith o Esther. Más bien, son sencillas muchachas pueblerinas, de las que encontramos todos los días en el mercado, la biblioteca, la iglesia o a orillas del camino. A mí me fascinan todas y lamento que sean frases cortas las que nos cuentan de ellas.
Algunas no tienen nombre, ni identificación, sólo tienen nominaciones genéricas: las mujeres, las hermanas.
La samaritana está relacionada con una nacionalidad y una actitud valiente muy femenina, la solidaridad con el sediento. ¿Quién no ha experimentado en alguna caminata, un recorrido festivo, o una manifestación, el conmovedor vaso ofrecido por una mujer? Recuerdo en la Marcha por la Vida aquella anciana calmando la sed de los mineros en Sica Sica, o las gelatinas preparadas por una conmovida abuela quien, junto a sus nietos, entregaba a los niños que llegaban a Villa Fátima, desde la floresta del Isiboro Sécure.
También son notables las hermanas, íntimas amigas de Jesús, Marta y María, cada una reaccionando de una manera frente a su visita. Una preparando algo de comer y organizando la casa para los huéspedes, otra más centrada en escuchar al Maestro, cubriéndolo de perfume de nardos y secándolo con sus largos cabellos.
La escena de la adúltera y de la primera piedra es una de las más conmovedoras del Evangelio y sobre esa escena y sus consecuencias también se podrían escribir muchos párrafos. Él escribiendo con su dedo en la arena, mientras ella espera en silencio, agradecida.
Es en las últimas
jornadas del Mesías donde aparecen figuras extraordinarias como “la Verónica” y
“las Marías” de Jerusalén, como Juana, Salomé o mujeres como Susana, o la
propia esposa de Pilatos. Son el retrato milenario de las madres, esposas,
hijas, que salen en defensa de los perseguidos, de los humillados.
No son los hombres, sino las mujeres las que organizan los grupos de defensa o de búsqueda de sus seres queridos encarcelados o desaparecidos. Antes de su fase corrupta y servil al Kirchenismo, las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo, en Buenos Aires, eran la encarnación de la Piedad que Miguel Ángel eternizó en su escultura.
Precisamente, es en el alba de ese Domingo de Gloria cuando Jesús resucita, donde se funde esa presencia femenina tan vigente aún en nuestros días. Las primeras que aparecen fuera del sepulcro son las madres que fueron a visitarlo. Antes de hablar a los apóstoles, incluso antes de revelarse a Juan, el discípulo bien amado, Jesús sale al encuentro de María Magdalena. Ella reconoce al Rabí y es la primera en dar la Buena Nueva.
Cristo resucita para dar esperanza a la Humanidad. Deja a un lado el sudario y abandona el sepulcro cerrado por una gran piedra. Las mujeres valientes, como suele suceder, son las que van a visitar su tumba, mientras los hombres siguen temerosos y clandestinos. La mujer de Magdala avisa a la propia madre María, aquella Dolorosa que ha seguido de cerca el martirio de su hijo hasta el terrible final, clavado en una cruz.
Son los gitanos los que cuentan en su famosa “Saeta” esa historia desde la música, la voz gutural de las hembras, las panderetas. Este 2023, como cada año, escucharé sus invocaciones al Cristo de los gitanos desde la bella Andalucía. Y recordaré con amor el amanecer en San Lorenzo, Tarija, desde dónde también con música de eres y zapateos se celebrará la Resurrección.
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